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Sociedad

Aliona

Hija de inmigrantes rusos, se crió en Donetsk, al este de Ucrania. En 2019 se trasladó a la región de Poltava y se planteó en ese momento la gestación subrogada

Aliona

Ilustración de Diego de Mora-Figueroa

El 1 de marzo mi profesor de boxeo y su mujer recibieron la noticia de que la maternidad cerca de Kiev donde debía nacer su hija había sido destruida por un misil ruso. La gestante que la llevaba en su vientre, Aliona, embarazada de ocho meses, había salido el día anterior de la capital, rumbo al este. 

Hacía semanas que Jose y María, alarmados por el anuncio norteamericano de una inminente invasión rusa, se planteaban traerla a España. La seguridad física de su hija era más importante que las complicaciones jurídicas que derivarían de ello. La subrogación, legal en Ucrania, no lo es en nuestro país. Aquí, madre es la que pare, la ley ignora la genética

Pero la clínica insistía que no había peligro de guerra. La niña nacería en Kiev en presencia de María y sería entregada inmediatamente a sus padres. Viajaría a España con pasaporte ucraniano como hija de Jose. Aquí sería adoptada por su propia madre. Un proceso tortuoso, pero tras ocho embarazos naturales que no llegaron a término, la pareja lo veía como su última oportunidad.

Aliona, hija de inmigrantes rusos, se crió en la Barriada del Proletariado en Donetsk, al este de Ucrania en la región del Donbas. Estudió criminología, psicología y moda. El nacimiento de su segunda hija en febrero de 2014 coincidió con la revuelta de Euromaidan en Kiev, la anexión de Crimea y la proclamación de las repúblicas secesionistas pro-rusas de Donetsk y Luhansk. Su ciudad se convirtió en escenario de una cruenta guerra civil con la intervención masiva de tropas rusas.

En 2019 Aliona se trasladó con sus hijas y su madre a la región de Poltava, en el interior de Ucrania, para emprender una nueva vida lejos de la zona de conflicto y perdió su casa en Donetsk, expropiada por las autoridades pro-rusas. Se planteó en ese momento la gestación subrogada. «Me gustaba la idea de ayudar a mujeres que no podían tener niños. Dudé dos años, investigué para asegurarme que la clínica ofrecía todas las garantías, no quería caer en una trama de venta de niños». 

Finalmente encontró la clínica y la pareja cuya hija llevaría en su vientre. Ya avanzado el embarazo, en Navidad, María la visitó en Ucrania. Jose, retenido en Madrid por covid, recibió una foto de las dos mujeres abrazadas, la mano de María apoyada en el vientre de Aliona. 

Ilustración de Diego de Mora-Figueroa
Ilustración de Diego de Mora-Figueroa

A mediados de febrero Aliona dejó a sus hijas con su madre en Poltava y se trasladó a Kiev, donde debía pasar las últimas semanas de gestación, cerca de la clínica. Los rumores de guerra no la alarmaban. No creía que, de producirse, fuera más allá de un recrudecimiento de los combates endémicos en el Donbás. Esta vez se encontraba lejos, nunca imaginó un ataque a Kiev. 

Cuando estalló la guerra Aliona mantuvo la calma y se esforzó por dar ánimos a la mujer embarazada de mellizos con quien compartía piso. Cuando la angustia podía con ella se encerraba en su cuarto para que no la viera llorar. Recibía mensajes de sus hijas, lejos de los frentes pero asustadas por las alertas. El tercer día de la guerra vio un misil surcar el cielo y estallar cerca de su edificio. En ese momento sintió miedo y, aunque reacia a dejar sola a su compañera de piso, decidió reunirse con sus hijas y su madre en Poltava. 

Informados por el personal de la clínica, Jose y María comprendían la decisión de Aliona pero veían con consternación cómo su hija, en lugar de acercarse a ellos, se alejaba. Con las fuerzas rusas convergiendo sobre Kiev desde el Norte y el Sur parecía probable que el este de Ucrania quedara pronto aislado. Ese mismo día recibieron la noticia de la destrucción de la maternidad. «Hay que sacar a Aliona de aquí», les dijeron desde Kiev.

Ese día llegó Jose al gimnasio con aire sombrío. «Hoy vengo cabreado, os voy a hacer sufrir». Luego mitigó su amenaza con una sonrisa. Llevaba varios días sin dormir apenas, quería ir a Ucrania, como fuera, y, si no lograba convencerlas de volver a España con él, permanecer allí para proteger a su hija, a Aliona y a su familia.

Aliona llegó a su ciudad cerca de Poltava después de un viaje largo y difícil. Su madre se negaba a dejar la casa y las cenizas de su marido en el cementerio local. Ya habían perdido el piso en Donetsk y rehecho su vida allí, con dificultad. Aliona no quería dejarla sola y, rodeada de su familia y amigos, se sintió más segura. Esa sensación se desvaneció con la aparición de una columna de tanques y una lluvia de misiles que alcanzaron las casas de sus vecinos.

Al día siguiente tomaron la decisión de abandonar el país Aliona, su madre y sus dos hijas. Hicieron una maleta grande para las cuatro pero, al percatarse de que no las dejarían subir al tren si llevaban demasiado equipaje, sólo se llevaron una maleta pequeña y unas cuantas bolsas. Tuvieron que dejar a su gata.

Esa misma tarde Jose anunció en el gimnasio, con su laconismo habitual: «He alquilado una ocho plazas, me voy con María a recogerlas en la frontera con Polonia». «¿Cuándo?». «Ya. Dobla las rodillas para el gancho. Más flow».

Ilustración de Diego de Mora-Figueroa

Jose condujo cerca de 3000 kilómetros hasta Cracovia casi sin descanso. Cuando, 24 horas después de su salida de Madrid, pararon a repostar, de noche, en una gasolinera en Polonia, la hallaron llena de vehículos de todo tipo cargados de ayuda y de hombres, miembros de la diáspora ucraniana que volvían a su país para alistarse. Reinaba un ambiente de camaradería entre desconocidos que lo reconfortó.

Durante el viaje supieron que Aliona se había encontrado con la estación de Poltava atestada de gente y el tráfico ferroviario interrumpido por ataques en las vías. Las manos cruzadas bajo el vientre, su madre apoyada en un bastón, sus hijas apoyadas la una en la otra, esperaron toda la noche, de pie. Los más débiles se turnaban para ocupar los asientos disponibles. Cuando se restableció el tráfico los trenes llegaban tan llenos que no había sitio para Aliona y los suyos.

Agotados por el viaje, Jose y María se consumían pensando qué sería de su hija si quedaba atrapada en Ucrania oriental. Y si Aliona, embarazada de ocho meses, se ponía de parto en semejantes condiciones, ¿sobreviviría? ¿Sobreviviría la niña? Y si lograban alcanzar sanas y salvas la relativa seguridad de Ucrania occidental, allí les esperaban nuevos peligros según los rumores que llegaron a oídos de Jose y María: grupos de chechenos merodeaban cerca de las fronteras para secuestrar a mujeres y niños. Concluyeron que mientras esperaban solo una experiencia sobrecogedora les permitiría mantener la cordura y pensar en otra cosa. Fueron a visitar, no lejos de Cracovia, el campo de exterminio de Auschwitz.

Esa noche llegó la noticia de que Aliona y su familia habían logrado subir, al cabo de 30 horas, a un tren en dirección a Lviv vía Kiev. El viaje duró otras 12 horas, de pie por falta de espacio. En las cercanías de Kiev pasaron a escasa distancia de la punta del avance ruso hacia el sur y cuando hacían una breve parada en la capital un misil cayó cerca de la estación, obligándolos a reemprender precipitadamente el viaje. 

Llegaron a Lviv a primera hora de la mañana. La madre de Aliona, agotada, apenas podía andar. No fue fácil llegar a la frontera con Polonia, los autobuses daban prioridad a las familias con niños pequeños y una vez llegados allí la masa de gente era tal que fueron siete horas de cola en una llanura barrida por un viento glacial hasta el puesto fronterizo ucraniano. Acudían locales con termos de té y algo de comida pero los víveres eran escasos para la muchedumbre aterida y hambrienta, hubo disputas y empujones y Aliona renunció a conseguir nada. 

Cuando finalmente llegaron a territorio polaco Aliona vio a lo lejos una mujer que agitaba los brazos. Era María que había reconocido su bufanda rosa. Se abrazaron y tras asegurarse de que estaban bien Jose señaló el vientre de Aliona y la miró a los ojos. Aliona asintió.

«Las llevamos a un hotel de puta madre en Cracovia», dice José con satisfacción. Eran las dos de la madrugada. «Ni siquiera teníamos hambre, añade Aliona, sólo queríamos una cosa, dormir». Jose y María bajaron al lobby del hotel para tomar algo antes de irse a la cama. Mientras una máquina expendedora de bebidas les preparaba un chocolate caliente se paró en la calle desierta un Audi oscuro. En él viajaba un grupo de refugiados ucranianos con más medios: una mujer de unos 70 años, elegantemente vestida, sus dos hijas y un acicalado pomerania.

Al bajar del coche la mujer resbaló y se desnucó en la acera. Una de sus hijas entró en el hotel pidiendo ayuda a gritos. El pomerania quedó atrapado por la puerta acristalada. El conductor del coche permanecía al volante, paralizado por el pánico, y el recepcionista del hotel temblaba y sollozaba. Sólo Jose tenía el temple necesario y, debido a su profesión, los conocimientos de primeros auxilios. Metió los dedos en la boca de la mujer, sacudida por espasmos, para que no se ahogara con la lengua. Pero comprendió que no podía hacer nada para salvarla. La ambulancia tardaba en llegar. Se puso a nevar, los copos de nieve caían sobre el rostro azulado de la mujer agonizante.

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