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Opinión

Javier Marías: Dios salve al rey de Redonda

No era nuestro mejor escritor, pero era seguramente nuestro mejor novelista, y su muerte, bastante prematura, produce un estupor profundo

Javier Marías: Dios salve al rey de Redonda

El escritor Javier Marías, fallecido este domingo. | EFE

Javier Marías, que ha muerto este domingo en su Madrid, ha sido uno de los escritores o, mejor, uno de los novelistas que más han hecho por difundir, fortificar y elevar entre nosotros una perspectiva de la ficción mucho más sofisticada, compleja y estimulante de la que ofrecía la literatura que se escribía y circulaba en la España en la que él nació, hace casi setenta y un años. Su formación y sus lecturas, mucho más concentradas desde la infancia en curiosear tradiciones narrativas extranjeras, y su asombrosa precocidad a la hora de importar a nuestro idioma una melodía distinta, lo convirtieron desde muy pronto en un escritor no sólo llamativo, sino llamado enseguida a ser lo que, efectivamente, fue pocos libros después y lo que ha sido desde hace ya décadas: un novelista español de referencia, por no decir el novelista español de referencia, sobre todo si lo miramos desde otros países: fueron muchos los escritores, editoras e intelectuales foráneos que, preguntados por la literatura española, sólo sabían nombrarle a él, lo cual lo llevó, de forma casi natural, a ser candidato al premio Nobel en muchas de las convocatorias.

Hijo del filósofo Julián Marías y de la maestra Dolores Franco, a los que homenajeó de forma emocionante (él, tan poco dado a derrames sentimentales excesivos) en varios de sus títulos, Marías vio publicada su primera novela, Los dominios del lobo, cuando solo contaba con diecinueve años. En ella se apreciaba un impulso casi experimental, de tan extranjerizante, que tenía que ver con su maestro más reconocido y reconocible, Juan Benet, y que, más o menos amortiguado, se prolongó en sus tres siguientes títulos: Travesía del horizonte, El monarca del tiempo y El siglo. A nadie pudo extrañar, supongo, que por aquel tiempo se lanzase a traducir, entre otros títulos, ese desafío que es el Tristram Shandy de Laurence Sterne, trabajo por el que mereció el Premio Nacional de Traducción de 1979, y en los años siguientes trajo al español libros de Conrad, Stevenson, Hardy, Dinesen, su idolatrado Faulkner, Yeats, Auden, Wallace Stevens o Ashbery, una lista en la que se aprecia de repente una particular coherencia, casi una alineación para un equipo ideal de ese deporte, el fútbol, que tanto ha gustado e interesado a ese madridista que ha sido Marías: dedicó una monografía al fútbol, Salvajes y sentimentales, y, muy vinculado a la ciudad de Soria, llegó a subvencionar parcialmente al Club Deportivo Numancia en años críticos.

Fue en 1986 con El hombre sentimental (novela que, editada por su amiga –y personaje– Elide Pittarello, conoció una edición crítica en la colección Austral) donde Marías suavizó perceptiblemente la exigencia lingüística de sus textos, al menos lo suficiente como para que empezará ese tramo de su obra que iba a conducirlo no ya a las complicadas cumbres del prestigio, sino a las confortables laderas de la popularidad. Sucedió con las magistrales e inspiradísimas Todas las almas, Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, y también con los cuentos de Cuando fui mortal. Pero fue en Negra espalda del tiempo donde Marías dio un salto arriesgado pero ejemplar al ofrecer un libro que suponía algo más o menos insólito en el paisaje nacional, una obra en la que se narraban las muchas consecuencias, de todo tipo, que tuvo la publicación de Todas las almas, y se hacía en un volumen que, aparte de tener cuatro o cinco veces la extensión de la novela comentada, desconcertaba por su deliberada y casi provocadora proximidad con el ensayo, con el modo de incluir imágenes y documentación (Marías fue uno de los primeros lectores de Sebald en España, uno de los primeros en avisar de su importancia) y por su propio contenido, literalmente fascinante. Polémicas y protestas aparte (y no se puede negar que Marías ha sido uno de los polemistas más constantes, insistentes y vehementes de los últimos tiempos: a menudo injusto o exagerado, a menudo gruñón, a menudo un poco maniático o excesivamente aprensivo, no sólo protestó en sus miles de artículos sobre toda suerte de asuntos, sino que incluyó en novelas ataques serios, a menudo extemporáneos, contra alcaldes de Madrid, pellizcos o collejas a muchos escritores, juicios controvertidos sobre personajes y sucesos, irreverencias contra las religiones y sus ritos, ajustes de cuentas con sus antiguos editores, misiles contra quienes convirtieron Todas las almas en una película…), Negra espalda del tiempo culminaba con la fundación de un reino, o, mejor, con la revelación de un secreto literario largamente silenciado.

Aparte de un narrador superdotado, se nos ha muerto un rey: el trono del Reino de Redonda queda libre desde ahora

Porque puede parecer una broma, o incluso algo inadecuado traerlo aquí en un día como hoy, pero si la semana comenzó con la muerte de la reina de Inglaterra, un país tan decisivo para Marías, no hay que olvidar que, aparte de un narrador superdotado, se nos ha muerto un rey. Por mucho que él insistiera en que se trataba, esencialmente, de un asunto literario, el trono del Reino de Redonda (que dio lugar a una editorial de ese nombre donde, de forma muy intermitente, se ha ido publicando una notable serie de títulos especialmente queridos por su editor, traducidos y prologados por miembros del séquito, esto es, amigos personales de Marías como Luis Antonio de Villena, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix, Juan Villoro, Manuel Rodríguez Rivero…) queda libre desde ahora, y sería una responsabilidad enorme heredarlo, pues su ocupante escribió en él los tres tomos de la adictiva e irregular, pero finalmente alucinante Tu rostro mañana (los arranques de los tres tomos son gloriosos) y, a pesar de que anunció que abandonaba la escritura de novelas, las que han terminado siendo su despedida: la ambigua Los enamoramientos, la magnífica Así empieza lo malo y el díptico formado por Berta isla y Tomás Nevinson, que devolvían a Marías algunos de esos ambientes más frecuentados por su narrativa desde el principio, en una historia de espías y malentendidos que barajaban las historias privadas con los acontecimientos históricos que más le interesaban o atraían.

«A la vida de las personas siempre llegamos tarde«, se afirmaba en Así empieza lo malo (que es, insisto, una obra maestra). Yo, nacido en 1980, llegué a la obra de Javier Marías en 1994: Mañana en la batalla piensa en mí fue, recién publicada, la primera novela suya que leí, embelesado, algo que cuento no por entrometerme en este texto sino para explicar que me incorporé a sus lectores en el momento clave de su trayectoria: pude leer enseguida su obra anterior, al principio farragosa y luego más clara cuanto más alta, y ya asistí como testigo a todo lo siguiente, con el hito comentado de Negra espalda del tiempo, un libro que, como en realidad su predecesora Todas las almas, abrió muchos horizontes, dinamitó muchas fronteras artificiales y contribuyó a la liberación o el ensanchamiento de la narrativa, a su dilatación, inaugurando entre nosotros aquello con lo que después, mal o bien, se ha ido ensayando, no tanto la introducción del famoso «yo» contemporáneo en las novelas como el juego consciente con los géneros, la certeza íntima de que es novela todo aquello cuyo autor presente como tal, que no hay que desoír lo que los autores dicen de sus propias creaciones, pues ello puede contener claves de interpretación no sólo relevantes, sino a veces necesarias.

No era nuestro mejor escritor, pero era seguramente nuestro mejor novelista, y su muerte, bastante prematura, produce un estupor profundo, la irrupción cruel de lo inevitable en alguien que vivía, ante todo, en la ficción, ese territorio fantasmal sobre el que también reflexionó en ensayos y semblanzas de escritores. Me da la sensación de que, cuando lo releamos, va a ser raro, porque sus novelas presentaban un tratamiento del tiempo que, por extensión, han condicionado el modo de verlo a él, al que, por su prosa, siempre supimos o intuimos un poco fantasmal, un poco fuera de lo común o «lo real», un poco aparte de las cosas cotidianas y un poco al margen de los asuntos de todos, y todo eso aun a pesar de que, en sus artículos, escribía mucho sobre sus andanzas cotidianas. Ha muerto alguien, pues, que siempre estuvo vivo de otro modo, y que por tanto, quién sabe, y gracias ante todo a sus novelas, tal vez pueda estar muerto de un modo diferente, con un pie en sus novelas, hablándonos todavía y ofreciéndonos, entre bromas a veces desenfocadas y ciertas digresiones indignas de su inteligencia, algunos de los fragmentos más sublimes y algunas de las meditaciones más lúcidas de la literatura española reciente.

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