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Gastronomía

Me declaro afrancesado

«Quizá la Francia actual ya no sea exactamente la misma que me ha tenido engatusado durante la mayor parte de mi vida. Pero sigue siendo un país fascinante e inabarcable en todos los sentidos»

Me declaro afrancesado

Philippe Murray Pietsch (Unsplash)

«Tengo dos amores: mi país y París», cantaba en 1931 la estadounidense Joséphine Baker, ayudando con aquel estribillo a crear el mito de la metrópoli occidental libertaria y esplendorosa, abierta a todas las ideologías, razas y credos. Hace tiempo que la capital francesa se ha transformado en una Disneylandia del lujo para adultos y hasta a los parisinos de varias generaciones les cuesta reconocerse en esta versión caricaturesca de una ciudad de la luz que olvidó sus valores cegada por el consumismo y la globalización.

Este domingo se celebran en Francia unos nuevos comicios presidenciales en los que –a pesar de lo que crean los indocumentados– no se dirime el clásico duelo entre la izquierda y derecha, sino que se enfrentan el europeísmo y el ultranacionalismo, el liberalismo y el proteccionismo, una sociedad abierta al mundo y al futuro y otra aferrada a la nostalgia del pasado y al sueño del paraíso perdido.

No cabe duda de que ganará la primera opción, encarnada por el jefe de Estado saliente, Emmanuel Macron, que –como bien dice mi querido Iñaki Gil–es «un fuera de serie capaz de sobrevivir al mayor conflicto social desde el mayo de 68 (los chalecos amarillos), la huelga más larga de la Historia (contra su reforma de la edad de jubilación) y la mayor pandemia en un siglo, el covid». O sea, un auténtico superviviente y un animal político a pesar de su poco fiable aspecto de empollón remilgado.

La carrera al Elíseo nos recuerda, cada cinco años, al resto de los ciudadanos comunitarios aquello de que «cuando Francia estornuda, Europa se resfría». Y eso que la influencia política y cultural del Hexágono ha remitido bastante en los últimos lustros y hasta el fulgor de París como ciudad-faro de los movimientos ideológicos y las movidas culturales en el Viejo Continente se ha puesto en duda ante el empuje de Berlín, Lisboa o Madrid. De Barcelona no hablo porque ellos mismos se pegaron un tiro en el pie y aún no se han percatado.

El caso es que, por mucho que se diga, Francia sigue fascinando por su tradición humanista y hedonista, sus iconos pop, su savoir vivre y su habilidad para convertir en glamour casi cualquier tontería que produce. Hoy como ayer, se mantiene como el primer destino turístico del mundo, según los datos de la OMT, con más de 42 millones de visitantes en 2021, que no es gran cosa si se compara con los 90 millones de turistas recibidos en 2019, antes de la era covid. Así que, a pesar de que nuestros vecinos galos andan un poco perdidos pretendiendo mantener en el siglo XXI una calidad de vida escandinava en plena Europa meridional, aún tenemos bastante que aprender de ellos.

Piensen en el sector del vino, que tanto nos apasiona. Recientemente en nuestro país se ha producido un movimiento de renovación que ha puesto en el foco de actualidad a cientos de nuevos viñadores que reivindican las prácticas agrícolas ecológicas elaborando vinos donde priman la acidez, la fruta, el terruño, la frescura, el equilibrio y el bajo grado alcohólico. Para explicar sus logros, solemos recurrir al tópico de que dichos vinos poseen un corte muy borgoñón. Esto es, que se acercan de un modo u otro a ese modelo que tenemos establecido como el ideal de grandeza vinícola.

¡Y qué decir de la gastronomía! La cocina francesa forma parte, desde 2010, de la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Es, por su calidad e historia, una de las mejores del mundo y sin duda la más influyente a lo largo de los siglos. 

Cuando Madrid era poco más que un poblachón manchego convertido en capital del Reino, llegó Émile Huguenin Lhardy en 1839 para instalarse en la Carrera de San Jerónimo y enseñarnos a comer el canard à l’orange, terminando por convertir el restaurante que lleva su apellido en uno de los más afamados de la Villa y Corte, al tiempo que hacía suyas recetas tan castizas como el cocido o los callos. 

Tres décadas más tarde, otro ciudadano del Hexágono apareció por estos lares huyendo de la represión tras la caída de la Comuna de París. Y el exiliado insurrecto halló en el Pasaje de Matheu el lugar idóneo para fundar el Café de Francia, con su barra de zinc, su mesa de billar y una terraza exterior que fue pionera en la historia del terraceo madrileño.

Sin tener que retraernos al siglo XIX, los comensales capitalinos más veteranos todavía recordarán aquellos años 80 y 90 en que el recetario galo tenía aquí mucha más presencia que el japonés –hoy tan en boga–, en establecimientos de todo pelaje, ya fuera bistrot romántico, brasserie encanallada o lujoso comedor de hotel.

Para alto standing hotelero, Didier Montarou cocinaba en el Castellana-Intercontinental y Frédéric Fetiveau en el Villamagna. Para una cita íntima, estaban El Viejo León de Dominique Garde, La Esquina del Real de Marcel Margossian o El Comité, donde oficiaba el chef Claude Maison d’Arblay. Para cocina mediterránea en la onda Roger Vergé-Alain Ducasse, no fallaba El Olivo de Jean-Pierre Vandelle. Para los cachorros de la movida, el Apriori de Jacques Devaux. Para noctámbulos irredentos, el Caripén de Daniel Bouté. Y para recetas imaginativas, La Gastroteca de Stéphane Guerin (y su ditirámbico compañero Arturo Pardos). 

Y en Cataluña ocurría tres cuartos de lo mismo, con una larga tradición de profesionales galos o afrancesados, que les enseñaron a nuestros primos de noreste a comer foie y solomillo Wellington, reivindicando a Escoffier, Bocuse y compañía. Para el recuerdo quedan pioneros como Chef Bernard et Marguerite (Villanueva y Geltrú) o El Racó d’en Binu (Argentona) y figuras y establecimientos que triunfaron posteriormente como Jean Louis Neichel, Jean-Paul Vinay, Jaume de Provença, Jean-Luc Figueras, La Maison du Languedoc-Roussillon y Romain Fornell. Mención aparte merece el corajudo Albert Boronat que, en su Ambassade de Llívia (Girona), revindica aún hoy tercamente todas las viejas recetas de la haute cuisine con un pâté en crôute deslumbrante o un baba al ron canónigo. 

Ha pasado el tiempo y el steak tartar, las patatas soufflés y las crepes se ha vuelto tan españolas como la paella, mientras el gusto de los comensales celtíberos evolucionaba hacia cocinas más exóticas. Pero todo vuelve, como nos enseñan la teoría de los ciclos económicos o los vaivenes de la minifalda. Así que, tímidamente, han ido abriendo aquí o allá locales interesantes con innegable marchamo gabacho, como los madrileños Lafayette y Le Bistroman Atelier o los barceloneses Café Emma o Bistrot Bilou.

Así que retornan con fuerza las ostras Gillardeau y los escargots à la bourguignonne, la sopa de cebolla, el confit de pato, las vieiras a la bretona, la raya a la mantequilla negra, la bullabesa en dos vuelcos, el lenguado à la meunière, el pato a la prensa, el pichón en salmis o la molleja de ternera con colmenillas en salsa de vin jaune… Una fiesta para los gourmets –desterremos ya de una vez el sustantivo foodie– de paladar orgullosamente viejuno. 

Y el último en apuntarse a la tendencia es Dani García, que acaba de anunciar la apertura de un nuevo establecimiento bautizado como Babette y que ocupa el espacio que antaño albergara BiBo en el lujoso Puente Romano Beach Resort de Marbella. El flamante restaurante del chef-empresario malagueño rinde tributo con su nombre al inolvidable filme danés El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987), basado en un relato de Isak Dinesen, acerca de una cocinera parisina que en 1871 llega huyendo de la guerra a una remota aldea pesquera de la costa danesa, donde es acogida como sirvienta por dos hermanas solteras de convicciones religiosas puritanas. Allí, Babette terminará correspondiendo la amabilidad de sus benefactoras preparando para ellas un deslumbrante banquete con las mejores recetas y vinos de la gran tradición culinaria francesa.

«El pasado es el nuevo futuro», afirma al respecto García. Con esta propuesta tan vintage y tan inverosímil, en plena milla de oro marbellí, el laureado chef quiere recordar también sus años de formación en la escuela de hostelería La Cónsula (Málaga), donde aprendió básicos atemporales de la cocina de los grandes palaces europeos como el vol au vent, el châteaubriand, el bogavante Thermidor o la merluza al Champagne.

En su carta, por cierto, figura igualmente esa sopa de cebolla hojaldrada, que es una adaptación de aquella receta antológica con trufas que el añorado Paul Bocuse creó especialmente para el que fuera Presidente de la República, Valérie Giscard d’Estaing. Y con este giro inverosímil del relato, volvemos al Elíseo y a esa grandeur de Francia siempre puesta en entredicho.

El término afrancesado siempre ha sido un poco despectivo en nuestro país, desde que en el siglo XVIII se aplicaba de forma peyorativa a los seguidores de todo lo francés, ya fuera en clave filosófica, ideológica o incluso frívola. Tildados de traidores por los mismos patriotas atolondrados que aplaudieron el retorno del rey felón Fernando VII y la disolución de las Cortes de Cádiz, muchos tuvieron que huir al exilio y, desde entonces, a los fans del Hexágono se les define en la piel de toro un tanto benévolamente como francófilos para no confundirles con los otros, puestos para siempre bajo sospecha.    

Pues bien, yo me declaro afrancesado –o francófilo, si se la cogen ustedes con papel de fumar– hasta la médula, en el sentido de que no sólo amo los vinos y las cocinas (en plural) del país vecino, sino que siempre me he sentido siempre cercano a la historia, los modales y la cultura de esta nación.

Aunque pocos de mis amigos lo saben, tengo en mis venas un octavo de sangre gabacha, ya que mi bisabuelo Clemente Foy, originario del Valle del Marne, vino a la península a finales del siglo XIX con la intención de vender Burdeos y algún Cognac. No prosperó en ese negocio pero, a cambio, se casó con una guapa española y se quedó aquí. Podría decir que de ahí viene mi amor por el Hexágono, pero sería restar mérito a mis padres, que en la época de Franco quisieron que mi hermano y yo estudiáramos en el Liceo Francés y allí nos empapáramos de humanismo y racionalismo y aprendiéramos los valores de libertad, igualdad y fraternidad…

En las aulas de Marqués de la Ensenada y luego del Conde de Orgaz, caí también fascinado por la chanson francesa y el cine de la nouvelle vague, la pintura post-impresionista, los poetas decadentes y los parnasianos, los existencialistas, Boris Vian y los patafísicos, los cafés de Saint-Germain, mayo del 68, los bistrots canallas, el Borgoña, el Champagne…

Quizá la Francia actual ya no sea exactamente la misma que me ha tenido engatusado durante la mayor parte de mi vida. Pero sigue siendo un país fascinante e inabarcable en todos los sentidos. Tengo la suerte de haberlo recorrido de punta a punta desde muy pequeño y haber vivido allí más de cinco años en los que ejercí de corresponsal político. Entre reportaje y entrevista, me dio tiempo a flipar bastante con sus recetas ancestrales, sus vinos de leyenda y sus productos del terroir, sus restaurantes familiares centenarios, sus decadentes châteaux reconvertidos en hoteles románticos y esos pueblos con encanto en los que uno querría sentarse en un banco y dejar correr el tiempo. 

Con que quede aún la mitad de todo aquello, a mí me vale. Solo espero que, en su segundo mandato, Macron no permita que se degrade más. 

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