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Sociedad

Del 'baby boom' al 'baby crash': por qué no tenemos hijos

¿Precariedad? ¿Hedonismo? ¿Miedo? Las causas que mantienen la natalidad en mínimos dramáticos son tan variadas como complejas las soluciones 

Del ‘baby boom’ al ‘baby crash’: por qué no tenemos hijos

Leon H. Abdalian | Boston Public Library | Unsplash

Lo decía la Santa: se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas. Precisamente aquellos boomers que hicieron célebre la frase ‘quiero que mi hijo tenga lo que yo no tuve’, son hoy quienes abjuran de que, efectivamente, sus sucesores hayamos hecho lo que se esperaba de nosotros. Ellos tuvieron hijos y trabajo, mucho de ambos; para nosotros quisieron estudios, idiomas, libertad afectiva, viajes y buenas cenas. Durante un tiempo, hubo algo de eso, qué duda cabe. Pero en el camino, nos hemos encontrado sin hijos y sin trabajo, precisamente lo que le sobraba a papá. 

Del baby boom al baby crash, a los españoles se nos ha olvidado reproducirnos. En el trascurso de unas cuántas décadas, aquello significó nuestro ingreso de pleno derecho en la sociedad opulenta occidental. Por fin, más alemanes que africanos también en eso. En los estándares modernos, procrear dejó de tener prestigio. En la actualidad, en cambio, y quizás porque el espejismo del desarrollo continuado y el estado del bienestar están en crisis, hemos vuelto los ojos con mayor interés al ‘hecho biológico’, a la santísima trinidad de nuestros abuelos: casa, familia y trabajo. 

Algo de esa nostalgia proyectada hacia el futuro subyace en la tan debatida y en exceso polemizada intervención de Ana Iris Simón ante el Gobierno. «Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad», comenzó Ana Iris, para recordar que, a su edad, sus progenitores tenían coche, hipoteca y trabajo, amén de «optimismo», acaso la madre del cordero.   

El hecho anómalo      

A pesar de que hay quien considera que quienes no tienen hijos están todavía hoy estigmatizados en la sociedad, la realidad es que lo extraño empieza a ser tenerlos. Hasta el punto de que la natalidad se mira como excepción. Es más, como una anomalía. Recuerdo comentar con un compañero de la prensa cultural hasta qué punto nos asombraba la ‘patologización involuntaria’ que se hacía de la paternidad en Los días que vendrán (Carlos Marqués Marcet, 2019), que acababa de ganar la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga por narrar algo que a mi compañero, padre de dos hijos, le parecía mucho más natural de lo que expresaba, entre cançó catalana y miradas lánguidas y sufridoras, el filme. Basta pararse un poco a pensar y a uno le salen un buen puñado de libros centrados en, precisamente, la natalidad desde la óptica de padres modernos superados por la excepcionalidad del caso. ¿Tan raro se nos ha hecho el, valga la redundancia, ‘hecho natural’?

Gregorio Luri (La imaginación conservadora), boomer del 55, considera que «se ha neurotizado la paternidad. Me resulta curioso comprobar que, cuántos menos niños nacen, más aumentan las secciones de familia y educación en las librerías». Antes, añade, en sus tiempos, en los tiempos de sus padres y abuelos, los niños «simplemente venían, hoy hay que programarlos. Todo se programa, pero la vida humana no tiene programa».

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Foto: Laura Fuhrman | Unsplash.

Del 75 en adelante, la curva de natalidad ha caído en picado. De los 18,9 nacimientos por cada 1000 habitantes a los 7,6 actuales. En los 90, con 9 por cada 1.000 habitantes, la caída se estabilizó en un valle decreciente en el que aún estamos, con un ligero repunte antes del crack de 2008. A la muerte de Franco, los españoles tenían una media de 2,8 hijos; hoy, 1,2, muy por debajo ya de la tasa de reposición, situada en 2 hijos, y por debajo también del resto de países europeos y desarrollados, a excepción de Italia, Grecia y Portugal. Los países mediterráneos, que se sumaron con posterioridad a esta tendencia común en las sociedades del bienestar modernas, son quienes más han acusado la caída y quienes más dificultades están encontrando para revertirla siquiera ligeramente. 

Es lógico que una sociedad que, a diferencia de nuestros antepasados, ya no encuentra del todo normal, corriente, habitual, etc, dar a luz, se interese por el fenómeno de manera distinta, ya sea morbosa, literaria o filosófica. En cualquier caso, de otra manera. 

Dicho esto, ¿por qué hemos dejado de tener hijos? 

Recurro de nuevo a Luri, que cita Nietzsche: «Las grandes revoluciones se producen a paso de paloma». Seguramente estamos tan inmersos en dicho cambio de paradigma que todo lo que digamos aquí sea dar palos de ciego. El ensayista Ramón González Férriz (La trampa del optimismo) considera que «las sociedades que se transforman tan rápido como la nuestra tienen consecuencias imprevisibles». Los 60 son, sin duda, años de fuertes cambios sociales, políticos y económicos. Muchos de ellos, añade, ayudan a entender por qué dejamos de tener hijos en Occidente: «Hay razones más o menos de origen material y más o menos cultural. Cambios positivos como la incorporación de la mujer al mercado de trabajo (siempre habían trabajado pero tuvieron acceso a nuevos puestos antes sólo masculinos), el mayor control sobre la reproducción, la píldora anticonceptiva… La sensación de autonomía de la mujer es evidente desde los años 60».

Lo que está claro es que hay una correlación directa entre el auge de la sociedad de consumo occidental y la caída de la natalidad. En esas estamos aún, aunque, como decíamos al principio, nos hemos despertado de la utopía de la holganza preguntándonos por el modo en que se nos escapó (o nos birlaron) el futuro. Entre ellos, los hijos. 

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Foto: Anita Jankovic | Unsplash.

¿Dame dinero que yo te daré hijos?

La de la precariedad es, probablemente, tal vez por cuanto tenga de cortina de humo además de evidente realidad, la gran ‘excusa’ detrás de la imposibilidad de tener hijos para las nuevas generaciones en edad de ponerse a ello. Ya sabemos, por experiencia propia y por datos estadística, que nuestro nivel de vida en la materia (sueldos, calidad de empleo, promoción, acceso al trabajo) sale mal parada al confrontarla con los años 80 y 90. Resulta bastante sencillo pensar, por tanto, que no tenemos hijos porque no podemos, económicamente hablando. 

«Es habitual que los ciclos económicos tengan un impacto visible en la fecundidad, ya que la decisión de tener un/otro hijo se suele aplazar en tiempos de incertidumbre laboral y económica»

Noemí López Trujillo, autora de El vientre vacío, donde refleja esa impotencia de una generación de mujeres ante la precariedad generalizada, avala a medias el axioma, visto sólo en la coyuntura de los últimos años. «La fecundidad ya venía descendiendo desde hacía décadas. Es por ello que es tramposo decir que tenemos menos hijos que hace 100 años porque son contextos históricos y políticos muy diferentes: por ejemplo, tenemos acceso a anticonceptivos y al aborto. En lo que inciden las científicas es en que el descenso más reciente sí se puede relacionar con la crisis y la precariedad». Noemí alega el trabajo de las demógrafas Teresa Castro y Teresa Martín, del CSIC El desafío de la baja fecundidad en España: «En el contexto europeo, han sido precisamente los países más afectados por la crisis, en el sur de Europa, los que han experimentado un descenso más pronunciado de su tasa de fecundidad en esta última década (Lanzieri, 2013). Es habitual que los ciclos económicos tengan un impacto visible en la fecundidad, ya que la decisión de tener un/otro hijo se suele aplazar en tiempos de incertidumbre laboral y económica. No obstante, el efecto de las recesiones económicas suele ser transitorio. (…) En el caso de España, sin embargo, es probable que la crisis deje una huella más duradera en la fecundidad». Es decir, que el dinero importa también en este caso, pero no lo es todo. 

Para Gregorio Luri hablar de poder adquisitivo es evitar otras cuestiones de fondo: «¿Nuestros padres y abuelos tenían dinero? ¡Cuanto menos dinero ha habido, más hijos han tenido! Los jóvenes tienen derecho a decir eso, pero es mejor asumir con valentía que ese no es el motivo». En una hipotética conversación, propiciada aquí por mí mismo, Noemí López replicaría contra quienes «hablan con un sesgo del superviviente y desde el ‘como yo tuve hijos, tú también puedes, deja de quejarte’. A mí me parece que la cultura del sacrificio de nuestros abuelos no es una cultura positiva ni que debamos defender».

Y si no queremos dejar de vivir bien…

Juan Soto Ivars, ensayista y columnista con mucho de costumbrista, es decir, de termómetro de los usos sociales, acaba de tener su primer hijo a los 36 años. Tal vez sea el padre más joven del parque periurbano. «Tener hijos es contradictorio con la utopía emancipada e individualista en la que nos hemos criado. Lo más importante era el curro, los proyectos, la realización personal y la independencia. Súmale a esto la precariedad y tienes un cóctel perfecto. Amigos míos han llegado a los 40 compartiendo piso y convencidos de que son libres por usar Tinder».

Al igual que la precariedad es el mantra de los jóvenes, las generaciones anteriores echan mano exclusivamente del hedonismo. No tenemos hijos porque vivimos bien y queremos seguir viviendo bien ad eternum. «Creo que el problema principal no son los ingresos o la seguridad laboral -prosigue Soto Ivars-, sino esa ideología dominante que comparte izquierda y derecha, sobre todo en las grandes ciudades, de la emancipación personal. En mi pueblo, gente con menos ingresos y mayor inseguridad que mis amigos urbanitas sí que tienen hijos. Yo no sólo considero el hedonismo o el consumo como un motivo, sino unos proyectos vitales que orbitan en torno a la idea protestante del trabajo como centro de la vida».

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Foto: Gemma Evans | Unsplash.

Más miedo que hedonismo

Para Ramón González Ferriz, la noción de libertad individual, «que no es mala de por sí», conquistada en Occidente, tiene mucho que ver con la «la forma qué concebimos lo que es una buena vida o la finalidad de la vida». Esa idea coadyuva para que sintamos, señala, «vértigo» ante la perspectiva de formar una familia. Luri añade otro concepto concomitante: el miedo. ¿Acaso tenemos miedo a tener hijos? «Tanta preocupación creo que tiene que ver con el miedo más que con el hedonismo. Es curioso: Vivimos en una sociedad que ya no quiere matar, lo cual está muy bien, pero tampoco queremos dar vida».

«Hoy hay problemas increíbles hace treinta años, cuesta horrores mantener un hogar con dos sueldos, con uno es casi imposible»

Hace ya tiempo que la palabra optimismo quedó desterrada del sentir colectivo. Ese activo fue, pese a su inmaterialidad, el que distinguió a la España de la Transición aún antes de muerto Franco. Para millennials y gen Z españoles, más que el pesimismo, es el miedo el verdadero antónimo del optimismo. El ‘¿y si…?’ al que nos enfrentamos en lo laboral y hasta en lo social. No sólo el trabajo es precario, sino las relaciones. El 22,2 % de los divorcios se produjo tras una convivencia de entre 5 y 9 años; fuera del matrimonio, las relaciones de pareja son más que lábiles, líquidas, como dijo aquel. Historias de un puñado de meses o a lo sumo años, tras la cual reabrir Tinder. «Hoy hay problemas increíbles hace treinta años, cuesta horrores mantener un hogar con dos sueldos, con uno es casi imposible», señala Soto Ivars. Cómo para pararse a tener hijos encima con quien el día de mañana se nos puede amanecer en cama ajena.

Sin hijo pero al menos jefes 

No, al parecer no es el narcisismo, por más que digan, el factor clave. Antes bien, y esto está ligado especialmente a la mujer, es la carrera profesional. Esa concepción protestante del trabajo como centro vital de la que hablaba Soto Ivars: «Esto es particularmente dramático en las mujeres de mi generación, que han sido convencidas de que tener hijos o formar una familia es una amenaza contra sus carreras. Un sistema laboral que tuviera más en cuenta las tareas compartidas de crianza podría empezar a revertir la curva, pero hace falta también un cambio más trascendente, ideológico. Como el que capitanea, sin proponérselo, Ana Iris Simón. Para mí es revolucionaria».

Noemí López Trujillo cita de nuevo a Castro y Martín: «El factor que emerge como clave cuando se analizan las razones por las que las mujeres españolas declaran no tener intención de tener hijos es la percepción de la incompatibilidad de la maternidad con una carrera profesional (Seiz, 2013). Tal y como se ha señalado en investigaciones sobre otros países, retrasar la maternidad por no haber reunido una serie de condiciones que se consideran idóneas para ello puede terminar por conducir a un aplazamiento indefinido que finalmente desemboque en la decisión de permanecer sin hijos (Tanturri et al., 2015)». La actual coyuntura económica no hace sino agravar esta tendencia. «Sí hay evidencia de que la seguridad o la estabilidad son elementos importantes a la hora de tomar decisiones», añade Noemí. 

Seguridad en todos los sentidos para hacer frente al miedo a la paternidad que ha hecho, sí, que tener hijos sea cada vez más una rareza de la que hablar y escribir con un halo legendario y grave que haría reír a nuestros abuelos.  

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