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El vino y su cambio radical de estilo

Cansados del «estilo internacional» el vino ahora tiende a suavizar sus rasgos y ahora encontramos más sutileza donde solía haber potencia bruta.

El vino y su cambio radical de estilo
Tuvimos el gusto durante muchas ediciones del concurso de vinos internacional de Madrid, Bacchus, de contar con la presencia del gran catador francés Pierre Casamayor, con el que coincidimos varias veces en la misma mesa de cata –en estos concursos las mesas son de cinco personas, tres de ellas extranjeras al país donde se celebra-, y que de manera burlonamente solemne siempre nos soltaba justo antes de empezar la cata a ciegas: “Queridos amigos, les recordaré que el vino es un líquido, no un sólido”.​
Allá por los años 90 o 2000, la admonición no sonaba sólo a broma. Era bastante necesaria. A lo que se enfrentaban entonces los catadores, de forma mayoritaria, era a unos vinos de estilo “internacional” que las bodegas españolas, encabezadas por las relativamente jóvenes de Ribera del Duero, ansiosas de igualar o superar la fama de Rioja, elaboraban siguiendo lo que creían ser los gustos de Robert Parker. Por aquel entonces, era el gurú que dictaba lo que triunfaba o fracasaba en los mercados internacionales. Y aunque sí, le gustaban los vinos con potencia y taninos –de Burdeos o de Napa-, en España nos pasamos unos cuantos pueblos interpretando sus gustos.​
Como temía Casamayor, a menudo nos teníamos que enfrentar a vinos con exceso de madurez, exceso de alcohol, exceso de extracción (por las largas maceraciones de la uva en bodega), exceso de roble nuevo (francés, no americano como antes, que es mucho más caro pero más elegante y le gusta más a Parker…), exceso de crianza. Y sí que daba la impresión de que estábamos ingurgitando algo sólido más que líquido.​

 

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Foto: Lefteris Kallergis | Unsplash.
Aquel estilo “internacional” aguantó el tirón más o menos según los mercados, pero era demasiado distante de los tradicionales estilos de vinos fáciles de beber y sufría de un defecto grave: pocas veces, tras una primera copa, te apetecía seguir con la segunda. Aquello era pastoso, duro, con más sabor a roble que al zumo de la uva…​
Lo curioso es que en algún mercado local español, como Madrid o Valladolid, la cosa gustó a algún recién llegado al vino. Pero en el resto del mundo aquello cansó mucho. Como cansaron los burdeos ‘modernos’, los ‘supertoscanos’, gran parte de los vinos californianos…​
Dos influencias empezaron a socavar aquella muralla ‘moderna’ a partir de 2000: la renuencia del público bebedor y la paulatina aparición de una nueva generación de viticultores y elaboradores que volvieron sus ojos a la tierra, la cepa, la elaboración sin excesos de manipulación, la búsqueda de la facilidad de consumo sin ceder en la personalidad ni en la calidad de lo que presentaba la botella… Y poco a poco se fueron imponiendo en el mundo.​
Prueben ustedes un priorato de 2000 y otro de 2015 y verán cómo ha cambiado la cosa: sutileza donde había potencia bruta. Y hasta en la Ribera del Duero, símbolo mundial del estilo ‘sólido’, algunos tradicionalistas que aguantaron el tirón y algunos jóvenes como Bertrand Sourdais o Jorge Monzón regresaron a lo que, en realidad, era la verdadera tradición del vino, bebida hecha para acompañar agradablemente la cocina. Incluso en zonas muy cálidas y propicias a los vinos superpotentes, como el Sureste español, el cambio de filosofía está siendo patente.​
Conclusión final: que hoy apetece esa segunda copa, y la tercera. ¡Bienvenidas sean!​
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