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Un análisis sereno del plan anticrisis: en qué acierta y en qué se equivoca Pedro Sánchez

Si Sánchez y Feijóo quieren otros Pactos de la Moncloa, deben concienciarse de que se acabó el tiempo de los regalos fiscales y que toca administrar la miseria

Un análisis sereno del plan anticrisis: en qué acierta y en qué se equivoca Pedro Sánchez

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta primera del Gobierno y ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital, Nadia Calviño, en una sesión plenaria en el Senado. | Ricardo Rubio (EP)

En abril de 2020, un mes después de declarar el estado de alarma, Pedro Sánchez se comprometió a «trabajar en unos nuevos Pactos de la Moncloa para levantar y reconstruir la economía y el tejido social». No me consta que haya insistido posteriormente, pero el runrún quedó ahí, zumbando como una mosca por las redacciones de los periódicos, y hace unos días Alberto Núñez Feijóo recogía el guante en el Senado, ilustrando una pregunta algo impertinente («¿Considera el presidente del Gobierno que su Ejecutivo está a la altura de las necesidades de las familias españolas?») con una foto icónica de la Transición: la firma de los acuerdos el 25 de octubre de 1977.

Hay un incuestionable aire de familia entre aquella coyuntura y la actual. En octubre de 1973, los países árabes habían decretado un embargo contra los aliados de Israel en la guerra del Yom Kipur (que habían empezado ellos, por cierto) y, en muy pocas semanas, el precio del petróleo prácticamente se había triplicado.

También hoy el detonante ha sido otra guerra, la invasión de Ucrania. Igualmente, la ha desencadenado otro gran productor de hidrocarburos, Rusia. Y, de forma similar, su mandatario ha decidido castigar a los socios de su enemigo cerrando el grifo, aunque más gradualmente que los árabes. El impacto en el barril ha sido, por tanto, más moderado, aunque en absoluto irrelevante: el Brent se ha encarecido el 50% desde que Vladimir Putin lanzó su «operación militar especial».

Una bestia diferente

Gracias a John Maynard Keynes, Occidente tenía en los años 70 muy dominada la asignatura de los choques de demanda. Si, por ejemplo, el hundimiento de las bolsas inducía a la gente a ahorrar más en previsión de tiempos difíciles, había que suplir ese déficit de consumo con más gasto público. De lo contrario, se corría el riesgo de caer en una devastadora deflación, como sucedió con la Gran Depresión a raíz del crac del 29.

Los choques de oferta son, sin embargo, animales de una especie completamente diferente. La subida de los hidrocarburos comporta una transferencia de riqueza de los consumidores de los países importadores a los productores de los países exportadores. Con menos renta disponible, los hogares reducen sus compras y las compañías ven contraerse sus ventas. Esta caída de los ingresos, unida al aumento de la factura energética, reduce los márgenes empresariales, lo que resta atractivo a la inversión. Finalmente, la inflación encarece los bienes nacionales y reduce su competitividad internacional.

En resumidas cuentas, se asiste a una pérdida de potencia en tres de los cuatro motores de la economía: el consumo, la inversión y las exportaciones. Queda el gasto público y, hasta los años 70, en caso de alarma se rompía el cristal y se tiraba de él para remontar el vuelo. Pero lo preceptivo cuando la amenaza es la deflación resulta contraproducente en caso de inflación y, como argumenta José Viñals, no tardó en descubrirse que «las políticas reactivadoras […] a través de medidas monetarias y fiscales» se evaporaban «en elevaciones del nivel de precios sin afectar al nivel de actividad». La temida estanflación.

Política acomodaticia

Los responsables europeos fueron rectificando poco a poco su inicial respuesta keynesiana a la crisis del Yom Kipur, pero en 1973 la suerte de España estaba en manos de franquistas, cuya principal fuente de legitimidad era la buena marcha de la economía. Y como una repercusión plena del alza del crudo habría tenido un profundo e inmediato impacto depresivo, optaron por absorber «una parte del aumento del coste del crudo por la vía de reducir los impuestos que gravaban el consumo de derivados», explicaba hace unos años el historiador Carles Sudrià. Simultáneamente, y aprovechando que el banco central era una dependencia del Ministerio de Economía, se incrementó la oferta monetaria, para conjurar cualquier contratiempo financiero.

Esta política acomodaticia se prolongaría tras la muerte del dictador y tuvo, por una parte, un éxito indudable a la hora de evitar la recesión. Entre 1973 y 1976, el PIB español creció un 16%, mientras que el de los países de nuestro entorno apenas lo hacía un 5,5%.

Pero, por otra parte, provocó un agravamiento de todos los desequilibrios. Cuando Adolfo Suárez asumió la presidencia en el verano de 1976, se encontró con una inflación del 20%, sendos déficits en la balanza exterior y en las cuentas del Estado y, encima, un paro creciente.

Aunque durante un año su prioridad fue la política, en junio de 1977 Suárez confió la vicepresidencia de Asuntos Económicos al prestigioso catedrático Enrique Fuentes Quintana y, a los tres días de jurar el cargo, este se fue a los estudios de Prado del Rey y dirigió a los españoles un breve discurso en el que confesaba que «no hay oscuras fórmulas técnicas que permitan resolver las dificultades» y que «los problemas económicos de un país solo pueden superarse mediante el esfuerzo y la colaboración de todos».

A continuación, se embarcó en una agotadora negociación con el resto de los partidos, los sindicatos y la patronal, cuyo resultado fue (en la materia que nos ocupa) un ajuste feroz basado en la contención salarial, la restricción monetaria y el embridamiento del gasto público.

Se acabó el tiempo de los regalos fiscales

Aunque ya digo que hay un incuestionable aire de familia entre aquellos tiempos y los que estamos viviendo, existen también importantes diferencias. Debemos dar gracias a Dios, para empezar, de que la gestión monetaria no está ya en manos del Gobierno y particularmente de sus socios de Podemos, tan descreídos de la teoría cuantitativa del dinero. Por ese lado no hay que esperar, por fortuna, daños mayores.

Tampoco hay nada que objetar a las disposiciones destinadas a aliviar la situación de los más desfavorecidos, como la ayuda directa de 200 euros a las rentas inferiores a 14.000 euros o la revalorización de las pensiones no contributivas.

Pero persiste el mismo absurdo intento de amortiguar la subida de la energía. La rebaja del IVA de la luz del 10% al 5%, la bonificación de 20 céntimos por litro de carburante o la congelación del butano son medidas poco efectivas y caras.

«A medio plazo», concluía Viñals en el artículo citado más arriba, «no hay mejor amortiguador de las crisis de oferta que una actitud realista y de cooperación entre trabajadores y empresarios, que refleje con sensatez los costos de la crisis a asumir por unos y otros».

Si Sánchez y Feijóo quieren reeditar los Pactos de la Moncloa, deben concienciarse de que se acabó el tiempo de los regalos fiscales y que lo que toca es apretarse el cinturón y administrar la miseria. Postergar el ajuste, como hizo Carlos Arias Navarro en 1973, únicamente contribuirá a que haya que acometer en el futuro otro todavía más «duro, difícil y desagradable», como Fuentes Quintana anunció con semblante grave aquel junio de 1977.

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