THE OBJECTIVE
Manuel Pimentel

Los europeos, Sevilla y la ópera

«Varias figuras que partieron de Sevilla resultaron determinantes para el desarrollo de la ópera europea»

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Los europeos, Sevilla y la ópera

La Giralda, la plaza de toros de La Maestranza y el río Guadalquivir. | Europa Press

El dulce Valle de la Orotava, con sus neblinas, plataneras y dragos, induce a la reflexión melancólica. Arriba, sobre las nubes que nos impiden su visión espléndida, el Teide reina sobre todos los volcanes tinerfeños. Ascenderlo desde Montaña Blanca supone un gran esfuerzo físico, compensado tanto por la lección práctica de las vulcanologías de su recorrido como por las vistas desde su cumbre, situada en la arista del cono volcánico, aún vivo, con sus emanaciones de azufre y gases calientes.

Y en La Orotava, la ciudad bella, de palacios y vistas, finalizo la lectura de un libro espléndido, de los que dejan honda huella en el ánimo y el espíritu. Los europeos (Taurus) de Orlando Figes. Tomando como ejes el vertiginoso desarrollo del ferrocarril que articularía Europa a partir de mediados del XIX y la vida del triángulo constituido por Louis Viardot – hispanista y gran experto en arte -, su mujer Pauline – una diva de la ópera – y el gran escritor ruso Turgueniev, el autor nos muestra cómo las recíprocas influencias culturales de países, escuelas y estilos fueron tejiendo lo que hoy entendemos por cultura europea, sobre todo en música, literatura y pintura. A lo largo de sus páginas aparecen muchos de los grandes; Rossini, Bellini, Verdi, Meyerbeer, Wagner, entre otros colosos de la ópera; Chopin, Liszt, Schumann, Strauss, Haydn, Beethoven; Pushkin, Turgueniev, Tolstoi, Dostoievski, Dickens, Zola, Víctor Hugo, Flaubert; Delacroix o Manet entre otros genios de la música, la literatura y la pintura. Una delicia de lectura que nos hace comprender las grandes dinámicas culturales que impulsaron el convulso e intenso siglo XIX.

Este XIX europeo rezuma optimismo, espoleado por los incesantes descubrimientos, inventos y vanguardias, como el del tren, el telégrafo, la navegación a vapor, la iluminación por gas, la fotografía, la electricidad y la radio. Sin embargo, perdería su inocencia en la primera mitad del siglo XX, donde dos cruentas guerras mundiales ensangrentaron un suelo que compartía en gran medida cultura e historia. En La Orotava, cuando termino de leer el libro Los europeos, recuerdo la hermosa obra melancólica y clarividente de Stefan Zweig, El mundo de ayer (1942), que terminó antes de suicidarse, incapaz de habitar en una Europa que ya no comprendía ni sentía como suya.

Pero, entre los muchos nombres del Olimpo cultural europeo enumerado en Los europeos, descubro para mi sorpresa varias figuras que, partiendo de Sevilla, mi ciudad natal, resultaron determinantes para el desarrollo de la ópera europea y que, debo reconocerlo, desconocía por completo. La bautizada como saga de los García, por una parte, y el financiero Aguado, por otra, que, probablemente, colaborarían a que Sevilla se convirtiera en escenario protagonista de muchas de las óperas más exitosas desde entonces, como más tarde narraré. Presentemos brevemente a estas figuras que tanto influirían en el devenir de la lírica europea.

Tras reconocer mi ignorancia, de inmediato me interesé por estos García que tanta importancia parecía conceder el autor de Los europeos. La saga de los García fue iniciada por Manuel García, continuada por dos de sus hijas y, en menor medida ya, por algunas de sus nietas. Los García dominaron los escenarios de los grandes teatros de ópera de Europa y América y sus emolumentos alcanzaron cifras no conocidas hasta el momento.

Manuel García nació en Sevilla en 1775. Pronto destacó por sus facultades para el canto y a los seis años comenzó a brillar en el coro de la catedral de Sevilla. A los 16 años marchó a Cádiz, donde su ambiente más liberal permitía representaciones musicales en teatros, vedados, al parecer, en la Sevilla del momento y en la que, todavía, apenas cinco años antes, había sido testigo de las últimas hogueras de la Inquisición. En 1792 debutó en el Teatro de Cádiz interpretando La Tonadillera. En Cádiz se casa con la también cantante y bailarina Manuela Morales, con la que tendría dos hijos y a la que abandonaría para casarse posteriormente en Madrid con Joaquina Briones, quien le daría la descendencia que tanta fama alcanzaría en los escenarios europeos. Nunca le abandonaría la acusación de bigamia, que él tampoco se molestó demasiado en desmentir. Tras su paso exitoso por Málaga y Madrid, recala en Nápoles y Roma, con Joaquina y sus hijas, donde culmina sus estudios y mejora su técnica. Conoce a Rossini, que fascinado por las posibilidades de su voz le convierte en su tenor favorito para su obra El barbero de Sevilla. Desde Italia comenzaría una fulgurante carrera internacional que le llevaría a París –donde nacería su hija Pauline, protagonista del libro de Los europeos-, Londres, Nueva York y México, obteniendo grandes éxitos tanto en su papel de intérprete y tenor, como de compositor, productor de ópera y maestro de canto. Murió en París en 1832, siendo una de las figuras más reconocidas del bel canto internacional.

Sus hijas continuaron la estela de la fama y el reconocimiento internacional. Primero, su hija mayor, María Malibrán (1808-1836), fallecida con tan sólo veintiocho años y, después, sobre todo, su hija menor Pauline Viardot (1821-1910), auténtica diva de la ópera europea durante muchos años, también compositora, maestra de canto y musa y mecenas de músicos, escritores y pintores. El tercer hijo no logró el éxito como intérprete, pero sí como maestro de canto e, incluso, como inventor del laringoscopio. Los García, como fueron conocidos, ejercieron una profunda huella en la ópera del siglo XIX. 

Pero la lectura de Los europeos me tenía reservada otra gran sorpresa. Uno de los hombres más poderosos de la ópera europea fue el financiero español Alejandro Aguado, marqués de las Marismas. Aguado nació en Sevilla en 1784, hijo de una de las familias nobles de la ciudad. Apoyó a los franceses en la Guerra de la Independencia, marchándose a vivir a París al resultar las tropas de Napoleón expulsadas de España. Allí logró, gracias a su exitosa actividad empresarial y financiera, convertirse en el hombre más rico de Francia, según le denominaban algunas fuentes. Financió el Teatro de París y el Teatro de los Italianos, por lo que, a efectos prácticos, resultaría el factótum de la ópera parisina. Contemporáneo de los García, mantuvo una fructífera relación con ellos, en especial con Louis Viardot, marido de Pauline. Presidió el Ateneo de París y varias revistas y periódicos. Su influencia como mecenas en la vida cultural de la ciudad del Sena fue muy notable. Murió en Gijón, en 1842 durante un viaje de negocios para inspeccionar sus inversiones mineras. 

El descubrimiento de los García y de Aguado, sevillanos, arrojó algo de luz a la pregunta que tantas veces me hiciera. ¿Por qué Sevilla es la ciudad más cantada en la ópera europea? La respuesta, en principio, es obvia. Porque su belleza y exotismo encandiló a los románticos europeos del momento, extasiados por el oriente que aún habitaba aquel occidente hispano. Pero, ¿sólo era por esa razón? Al fin y al cabo, Córdoba o Granada eran ciudades hermosas y exóticas por igual y no se le dedicaron óperas, al menos relevantes, que yo conozca. ¿Por qué Sevilla? Ahora que conozco la importancia de los García y de Aguado en la lírica de principios del XX, me pregunto, ¿tendrían algo que ver en el protagonismo alcanzado por su ciudad natal? ¿Hasta dónde pudo llegar su influencia? Los expertos nos podrán aclarar las dudas que aún albergamos sobre la fascinación por Sevilla de la ópera europea del XIX.

Los datos son abrumadores y sorprendentes. Más de ciento cincuenta óperas se inspiran o se desarrollan sobre la capital andaluza, como bien se documenta en el libro Sevilla, la ciudad de las 150 óperas (Alymar), de Ramón María Serrera. Y no sólo se trata de que sean muchas las obras líricas que toman Sevilla como fondo, sino que, además, son algunas de las más famosas y conocidas de todos los tiempos. Sin ánimo alguno de exhaustividad, expongo a continuación algunas de las más relevantes, que bien confirman las afirmaciones anteriores.

Quizás la más famosa sea Carmen, del francés George Bizet, estrenada en París en 1845. Se trata, nada más ni nada menos, de la tercera ópera más representada del mundo, detrás de La Traviatta de Verdi y La flauta mágica de Mozart. Basada en la novela corta de Mérimée del mismo nombre, recoge todos los tópicos de la Sevilla exótica y oriental que deslumbró a los viajeros y escritores románticos de la época. Bizet moriría sin conocer el éxito que su obra gozó posteriormente, en especial algunos de sus pasajes, como el de su célebre habanera, creada, por cierto, por el español Iradier.

Le siguen en popularidad otros dos auténticos colosos, El barbero de Sevilla, de Rossini, la número siete más representada en la historia de la ópera y La boda de Fígaro, de Mozart, la número ocho. Tras el éxito de esta ópera, el genio recibió el encargo de otra obra y escribió y compuso Don Giovanni, inspirada en la figura del sevillano Don Juan Tenorio. Se estrenó en Praga en 1787, obteniendo un gran éxito que consagró la obra hasta nuestros días, figurando, también, en la cabeza de las óperas más representadas.

El gran Verdi también ubicó La fuerza del destino, basada en la obra Don Álvaro y la fuerza del sino, en la capital hispalense, al igual que hiciera Beethoven con su Fidelio, la única ópera que compuso el gran maestro. Y así hasta casi ciento sesenta óperas se inspiran en el espejo sevillano, algo increíble, se mire por donde se mire.

Europa ya no es, ni de lejos, tan poderosa como la de aquel XIX en el que llegó a dominar el planeta. Cobijados ahora bajos las alas del coloso americano, nos disponemos a guerrear con Rusia, la otra europeidad, con la que tantos rasgos culturales compartimos. Cosas de los tiempos. Pero, pese a todo, nuestra cultura aún brilla y brillará y algunas de sus manifestaciones, como la ópera, serán inmortales. Por eso, aunque las bombas caigan sobre las Crimeas y los Taiwanes del mundo, las arias de sopranos y tenores seguirán emocionándonos por igual. Y muchas de ellas continuarán luciendo a Sevilla, ciudad única, como fondo prodigioso para gozar, sufrir y amar.

Qué nunca pare la música, maestro…

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