THE OBJECTIVE
Carlos Granés

Una relación íntima

«Los censores contemporáneos que buscan prejuicios machistas y racistas en las novelas pierden el tiempo. Los libros que predican la virtud son los que más fanatismo despiertan»

Opinión
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Una relación íntima

Chen Mizrach (Unsplash)

El mayor encanto que tiene agosto, ese mes vacacional de sofocante calor donde todo el que puede para y descansa y fantasea con una playa o, al menos, con horas de reposo y tranquilidad, es la promesa de una buena lectura. Hasta el menos lector asocia las vacaciones con un libro. Una tumbona y un daiquiri combinan bien con una novela, hasta con un ensayo. Se lee, o se intuye que se debe leer, porque algo hay en los libros. Ya lo sabemos, se ha dicho muchas veces: nuestra existencia, limitada y circunscrita al tiempo y al espacio, se libera de toda restricción a través de la lectura. Aquella actividad, vicio, es la manera más directa e íntima de entrar en contacto con lo que no soy yo, así lo que se busque sea la comprensión de uno mismo. 

Así empecé a acercarme a la literatura. Estudiaba psicología y quería entender el funcionamiento de la mente humana, sus facultades, sus motivos de tormento, sus posibilidades de placer y goce. Leía mucho. Teorías de todo tipo, psicoanalíticas, evolutivas, cognitivas, queriendo enganchar mis dudas y ansiedades a ese marco general que procuraba una explicación de la vida. Y en medio de esa búsqueda apareció la literatura. Pasé por esa estación obligatoria para todos los psicólogos de mi generación, las novelas de Kundera, y fue en sus páginas que tuve una revelación. Eran droga pura porque todas hablaban de mí. Podían tratar sobre los dilemas de personajes anclados a sociedades comunistas que poco tenían en común con la violenta y caótica Colombia de los noventa, y aun así yo veía abordadas mis dudas existenciales mucho mejor que en las teorías. 

Ese fue mi primer criterio para acercarme a la literatura: que me ayudara a analizarme, que me sirviera de clave o guía para entender mi situación en el mundo. Resonaba nuevamente Kundera, sus escritos sobre el arte de la novela: las ficciones desvelaban aspectos desconocidos de la existencia, y en especial de la mía, si no qué gracia. Era joven, se entiende, y aunque ya no leo así, ese pretexto para acercarse a los libros sigue pareciéndome válido y feliz. Tal vez nunca disfruté más de las novelas como entonces, cuando no sabía de técnica literaria y caía en el artificio y en la ilusión de vidas más desenmarañadas que la mía. Era lo que buscaba al leer ficciones, un espejo, a veces una lupa, con la cual examinarme. Fueron tiempos interesantes, de excitación y descubrimiento, que ya han pasado, qué remedio. 

Ahora esa relación íntima con los libros ha cambiado. Escudriñar mi vida me interesa mucho menos que antes, porque ahora lo que me apasiona es entender a los demás. Ya no leo en busca de pistas secretas o señales o metáforas que hablaran de mi vida (la poesía es una excepción placentera), pues me intriga mucho más lo que han hecho los otros, los milagros y miserias que han sembrado en el mundo, las razones y sinrazones humanas que han movido la historia, la manera en que hemos llegado a valorar un tipo de arte y no otros, una serie de valores sociales y no sus contrarios, una forma de vida y no las miles de alternativas posibles. Me hice antropólogo y muté en ensayista. No suelo ser muy yoico, pero a veces, como ahora, me da por hablar de mí. Es agosto, se entiende.

«Quien lee se hace más complejo, más interesante y más autónomo. Con más capas, más misterio»

En todo caso, esa relación íntima con los libros, con esa voz, esas voces, sigue igual de fuerte. Percibo en ella un efecto que me gusta. No creo que la lectura nos haga mejores personas. Aunque claramente nos puede hacer más empáticos y mostrarnos situaciones indignantes  o dilemas que desconocíamos, no creo que su función sea esa. Por eso mismo, los censores contemporáneos que buscan prejuicios machistas y racistas en las novelas pierden el tiempo. Los libros que predican la virtud son los que más fanatismo despiertan. Quien lee no se hace una persona más pura ni se perfecciona moralmente. A veces ocurre lo contrario, como en el caso de esos de profesores universitarios a quienes las lecturas revolucionarias les secó el seso y los convenció de que debían salir a limpiar el mundo matando gente. Escribo desde Lima, y aquí el recuerdo de Abimael Guzmán todavía hace temblar. 

El asunto es otro. Quien lee se hace más complejo, más interesante y más autónomo. Con más capas, más misterio. En ocasiones, gana densidad crítica o reflexiva; quizás consigue fraguar mejores coordenadas para ubicarse en el mundo. Descubre el matiz: goza más. Y todo esto puede empezar en un agosto. No hay mejor momento para entablar esa relación íntima. Con los libros, se entiende.

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