THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Aquí no hay quien trabaje

«Cada vez más autónomos y pequeños empresarios se ven empujados a la precariedad debido a la insoportable burocratización de su existencia»

Opinión
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Aquí no hay quien trabaje

Un trabajador con mascarilla arregla un vehículo en talleres Otman, en el polígono industrial Ventorro del Cano en Alcorcón. | Ricardo Rubio (EP)

Hace unas semanas recibí un mensaje por WhatsApp. Era del taller de automóviles al que habitualmente acudo. Me informaban que a finales de julio cesaban la actividad y que, si tenía necesidad de sus servicios, debía acudir antes de esa fecha para que me atenderían. La noticia me disgustó. Encontrar un taller de confianza no es precisamente una tarea sencilla. Para quienes, a la hora de trabajar, dependemos del automóvil, contar con un buen mecánico es casi tan importante como disponer de un buen médico. Si ese es su caso, querido lector, seguro que entiende muy bien a qué me refiero. 

Como tenía pendiente una revisión, llamé para ver si podían atenderme antes de cerrar el negocio. De paso, quise averiguar las razones del cierre. Lo primero que vino a la cabeza fueron motivos económicos, aunque esta idea no casaba con la imagen habitual que tenía de este taller, siempre con una importante carga de trabajo. «No», me dijeron, «no es una cuestión económica». Al contrario, con la crisis tenían bastante más trabajo. La razón es que, como se venden menos coches nuevos y la gente intenta aguantar con el ‘viejo’, hay muchas más reparaciones. «Entonces», insistí, «si tenéis trabajo de sobra, ¿por qué cerráis?». La respuesta nunca la habría imaginado. El socio «técnico» del negocio había aprobado unas oposiciones para ingresar en el cuerpo de mecánicos de un consorcio público de transporte. Y tenía que dejar el taller para poder incorporarse a su nuevo trabajo. 

El otro socio, que llevaba la parte administrativa, había decidido no continuar sin él. Al ver mi sorpresa decidió explicarme los motivos. «Este trabajo se ha vuelto muy antipático. Tal y como están las cosas del dinero, cada vez es más habitual toparte con algún cliente que te busca las vueltas para regatearte el importe de la reparación. Luego están las exigencias administrativas, que cada vez son más retorcidas. Constantemente nos hacen inspecciones sorpresa para pillarnos en alguna falta y sacarnos un dinero. Las sanciones suelen ser tan absurdas que seguramente podríamos recurrirlas, pero este es un negocio pequeño, y ya nos faltan horas en el día como para dedicarnos a hacer recursos. Para colmo, hemos de convivir con la plaga de los talleres pirata. Aquí mismo hay un par de ellos. Pero como no constan en los registros, y los inspectores vienen a tiro hecho, no sufren las numerosas inspecciones que soportamos los talleres legales».

Así me fue detallando las dificultades a las que se enfrentaba. Algunas me resultaron familiares por ser desgraciadamente habituales en cualquier actividad en España; otras, más específicas, las desconocía. Pero el quid de la cuestión es que el alma máter del taller había decidido cambiar de bando: se pasaba al sector público. Sus ingresos iban a ser más bajos, aunque no tanto como cabría esperar en un profesional que goza del aprecio de una extensa clientela. Pero no tendría que lidiar con la incertidumbre, las inspecciones sorpresa, la burocracia enloquecida, los talleres piratas, los clientes apurados, el trabajo a destajo… Pasara lo que pasase, cada mes cobraría su nómina puntualmente y además tendría pagas extraordinarias y vacaciones pagadas… todo lo que para un autónomo o pequeño empresario es inimaginable.

Soy consciente de que un caso no hace estadística. Todos tenemos experiencias particulares que no necesariamente pueden extrapolarse a la realidad en su conjunto. Pero lo cierto es que cada vez resulta más difícil encontrar profesionales o pequeños negocios que hagan bien su trabajo y en los que confiar plenamente. No me refiero a actividades propias de ingenieros, ni cirujanos, ni arquitectos, ni, en general, a todos aquellos trabajos que precisan de un título universitario. Hablo de oficios que, sin gozar de la aureola académica, siguen siendo indispensables para que el denostado mundo de la gente corriente, en el que nos desenvolvemos la inmensa mayoría de los mortales, funcione. 

«Cada vez resulta más difícil encontrar profesionales o pequeños negocios que hagan bien su trabajo y en los que confiar plenamente»

No cabe duda de que en España urge establecer las condiciones para reengancharnos al tren del progreso económico. Si esto no sucede en los próximos cuatro o cinco años, es muy probable que nos condenemos sin remedio a una lenta y dolorosa decadencia económica que nos empobrecerá hasta límites insospechados. Algo que, por otro lado, ya viene sucediendo desde hace casi dos décadas. En diez años más, o quizá antes, países a los que hemos mirado por encima del hombro, nos mirarán a nosotros por encima del suyo. 

Ante esta disyuntiva, cuestiones como la inteligencia artificial, la robotización o las revoluciones tecnológicas de todo tipo copan los debates de los expertos donde abundan las hipérboles. Ciertos expertos económicos insisten también en la falta de formación, el atraso tecnológico y la presión de la globalización como principales causas de la pobreza y el desempleo en muchos países. Naturalmente hay muchas causas, pero, contrariamente a lo que pregonan, resolver el problema no depende de soluciones grandilocuentes: depende de que las cosas pequeñas funcionen, porque lo pequeño es el vivero de lo grande.

Pero regresemos al cierre del pequeño taller y el problema de la piratería. En los años 80 del siglo pasado, el economista Hernando de Soto analizó un extraño fenómeno. En las grandes ciudades del Perú, como en las de otros países, había grandes masas de población que subsistían llevando a cabo labores artesanales, industriales o de servicios, pero siempre de forma irregular, aun cuando sus actividades no estaban prohibidas. ¿Por qué trabajaban en la clandestinidad y no regularizaban su situación? De Soto analizó esta anomalía y apuntó al exceso de regulación, la multiplicidad de permisos y la dificultad para obtenerlos como causa probable. Así, comprobó que para abrir un simple taller textil hacían falta permisos de 11 organismos distintos, con trámites burocráticos que requerían 289 días completos, y un coste final de 1.231 dólares de la época (32 veces el salario mínimo en el Perú de entonces). Incluso, en no pocos casos era imposible conseguir la licencia sin recurrir a sobornos. Este estudio se sustanció en el ya clásico libro El otro Sendero.

Esta anomalía burocrática condenaba a muchas personas a vivir en la precariedad. Hasta cierto punto, al final lograban ganarse la vida pero siempre bajo la amenaza de la suspensión y el cierre. Lo más grave es que esta situación de incertidumbre permanente les imposibilitaba hacer crecer su negocio y prosperar. Pero lo más llamativo era que, aun siendo plenamente conscientes de esta anomalía, pocos gobiernos estaban dispuestos a acometer una simplificación legislativa. La razón era simple: en muchos países los dirigentes políticos no persiguen tanto el interés general como sus propios intereses. Demasiados de ellos no se dedican a la política para servir a la sociedad sino para servirse de ella. 

Salvando las distancias con el Perú de la década de 1980, en España sucede algo parecido. Mientras que las sustanciosas ayudas económicas, provenientes de Bruselas y redirigidas por el Gobierno, acabarán recayendo en determinadas empresas que, además de poder permitirse pagar consultorías para cumplir con trámites complejos, tienen cierta influencia, cada vez más autónomos y pequeños empresarios se ven empujados a la precariedad por obra y gracia de la insoportable burocratización de su existencia. Desde esta perspectiva, tal vez la historia con la que arranca este artículo sea algo más que una simple anécdota. Porque lo cierto es que algo funciona muy mal en un país donde un buen mecánico, con abundante clientela, renuncia a su propio taller para acabar siendo funcionario.

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