THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Por qué necesitamos más que nunca a Pasolini

«Pasolini detectó que nos estaba sucediendo algo bien endiablado. El mundo moderno nos había prometido varias cosas que resultaron engañosas»

Opinión
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Por qué necesitamos más que nunca a Pasolini

hafteh7 (Pixabay)

Acaban de cumplirse cien años de su nacimiento. ¿Razón suficiente para dedicar unos minutos a Pier Paolo Pasolini? No por agradecimiento. No por inercia conmemorativa. Solo para descubrir si acaso puede, en tiempos como los nuestros, orientarnos.

Creo que así es. Y voy a intentar explicártelo en unas mil palabras. Cuando Nietzsche buscaba un coraje que hubiese puesto la verdad ante todo, creyó hallarlo en su compatriota Arthur Schopenhauer. Y le escribiría una pieza: Schopenhauer como educador. Pues bien, creo que hoy podríamos tomar prestado, al menos de momento, tal rótulo para un cuasicompatriota nuestro, para este italiano: Pasolini, nuestro educador.

¿Un educador en tiempos que proclaman innecesario educar siquiera a los más pequeños, que la escuela debe ser lúdica, entretenida? Sí, un educador ahora, que es cuando más falta nos hace.

Pero ¿educador Pasolini? ¿El Pasolini que consideró «mejor abolir tanto la escuela obligatoria como la televisión: porque cada día que pasa es fatal tanto para los escolares como para los telespectadores»? Repara un momento, sin embargo, en que esa «abolición» era para él solo «metáfora de una reforma radical». Y aquí te toparás ya, más allá de los detalles de su propuesta (introducir «muchas lecturas, muchas lecturas libres libremente comentadas»), con por qué nos es tan útil alguien tan contundente hoy.

Y es que Pasolini detectó que nos estaba sucediendo algo bien endiablado. El mundo moderno nos había prometido varias cosas: que cuanto más conocimiento obtuviésemos, más felices seríamos; que cuanto más nos librásemos de los poderes tradicionales, de mayor libertad gozaríamos; que cuanto más interconectados estuviésemos, de mayores posibilidades dispondríamos.

Hoy sabemos que esas tres promesas resultan engañosas; pero Pasolini se dio cuenta antes de nosotros.

Pasolini notaba, claro, que la ciencia nos da saberes, y los saberes nuevas tecnologías, y las tecnologías nuevos productos para el disfrute. Pero también reparó en todo lo que se destruía por el camino, cuando nos obsesionábamos con consumir cosas en vez de consumar nuestras vidas.

Pasolini notaba, por supuesto, que los poderes de toda la vida podían ser crueles (tras su asesinato, el todopoderoso primer ministro democristiano, Giulio Andreotti, afirmó que el muerto «se lo había buscado»). Pero también reparó en que los dominadores de antaño estaban siendo sustituidos por nuevos opresores. Como la obsesión de ser modernos, eficientes, dinámicos. Como la docilidad con que acatamos las modas sobre cómo ser rebelde hoy. (Busca, si quieres, ese texto delicioso en que Pasolini explica la «rebeldía controlada» de que los jóvenes empezaran a llevar pelo largo en torno a Mayo del 68).

«Estamos cansados de convertirnos en jóvenes serios,
o contentos a la fuerza, o criminales, o neuróticos:
queremos reír, ser inocentes, esperar
algo de la vida, preguntar, ignorar».

Y Pasolini notaba, sí, que el mundo se volvía más y más interconectado. Pero también reparó en que ello estaba lejos de vincularnos más y más con toda la humanidad. Nuestros afectos son siempre pequeños y caseros, como el dialecto friulano en que publicó sus primeros poemas. De modo que, si a fuerza de derruir muros, al final nos quedamos sin casa (como él, que rondó desde pequeño de una a otra, que al llegar a Roma hubo de habitar los arrabales y el desempleo), entonces la red de contactos que poseamos, por tupida que sea, no nos servirá ni de techo ni de colchón.

Todas estas asechanzas de la vida moderna las notó Pasolini sin convertirse por ello en un tradicionalista ni un reaccionario.

Recurrió a artes de toda la vida, como la literatura y la pintura, pero también exploró las novedades que le otorgaba el cine.

Le cautivó lo cristiano («el extremismo de Cristo, su modo tajante de cerrarse en banda, su radicalismo total y absoluto. Cristo perdona fácilmente los pecados individuales, pero es intransigente con los sociales»), mas huyó toda feligresía, sea creyente («no creo que Cristo sea Hijo de Dios, al menos conscientemente»), sea laicista («si alguien afirma que soy ateo, ya sabe más de mí que yo mismo»).

Se consideró marxista (un testimonio afirma que le mataron gritándole «cerdo comunista»), pero repudió tótems izquierdistas como el aborto.

Lamentó la pérdida de la cultura popular, pero padeció en sus carnes (incluso policialmente) los prejuicios tradicionales contra homosexuales como él.

Vivió la liberación sexual, pero captó enseguida que bien podía ser una trampa que nos esclavizara: «Hoy día la libertad sexual de la mayoría es en realidad una convención, un deber social, un ansia, una rasgo irrenunciable de su calidad de vida como consumidor». (Y Tinder aún no se había inventado).

Libertades que esclavizan y antiguas ligazones que nos liberan: a Pasolini le asombraban las dos caras de cuanto hoy nos circunda: «¿La libertad sexual es necesaria para la creación? Sí. No. O tal vez sí. No, no, ciertamente no. Pero… sí. No, es mejor que no. ¿O sí? ¡Ah, maravillosa promiscuidad! (¡Ah, maravillosa castidad!)».

A estas alturas andarás pensando que nos hallamos ante un hombre acaso tan contradictorio como su nombre (nomen omen): tan institucional como Pedro-Piero, tan revolucionario como Pablo-Paolo. Él lo sabía, pero esas paradojas le parecían de lo más razonables: «Vivimos en una realidad aún incomprensible». De modo que, en lugar de atribularse por los padecimientos (¿de parto?) que todo esto nos provoca, Pasolini optó más bien por habitar nuestra era con pasión:

«Amo ferozmente, desesperadamente la vida. Y creo que esta ferocidad, esta desesperación, me llevarán al final. Amo el sol, la hierba, la juventud. El amor a la vida se ha convertido para mí en un vicio más funesto que la cocaína. Yo devoro mi existencia con un apetito insaciable. ¿Cómo terminará todo eso? Lo ignoro».

Esa pasión por nuestra época inconexa le dio también una vocación: tratar de curar todo lo que se nos rompe. Aunque ello implique ser escándalo para cuantos se refugian en una u otra covacha, esos guetos en que cada vez nos recluye más la vida. Ser escándalo para cuantos se han acostumbrado a su vida separada. Ser escándalo para cuantos acarician los barrotes identitarios que les separan de los demás. «Soy escandaloso. Lo soy en la medida en que tiendo un cordón, o más bien un cordón umbilical, entre lo sagrado y lo profano». A quién se le ocurre, con lo contentos que están los que se creen sacros o seculares, cada uno en su jaula mientras denuesta la de enfrente.

Todos sabemos que los cordones umbilicales acaban sajándose y así sucedería también con el de Pasolini. Ocurrió en un descampado, cerca del mar y de Roma. Era la madrugada del 2 de noviembre de 1975. Un chapero, «en compañía de desconocidos» (dice la sentencia, y aún hoy desconocidos nos son), abatió a bastonazos a Pier Paolo. Luego lo arrolló con su coche. Según la autopsia, las ruedas le reventaron el corazón. «Eres como una piedra preciosa que se despedaza violentamente en mil esquirlas para que se pueda reconstruir en un material más duradero que el de la vida. Esto es, en el material de la poesía», había escrito.

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