THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Francia 2027

«El problema estará más bien en el paisaje político que dejará Macron dentro de cinco años»

Opinión
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Francia 2027

Carteles electorales frente al Liceo Francés de Madrid. | Víctor Lerena (EFE)

Dentro de una semana ya sabremos quién será Presidente de la República Francesa durante el próximo quinquenio —hace no tanto eran septenatos— y, pese al histerismo sobreactuado del periodismo, todo sugiere que el interesantísimo Emmanuel Macron volverá a derrotar con claridad a la astuta Marine Le Pen. Digamos que Francia no está preparada para la involución soberanista que propone esta última, aunque tampoco haya mostrado mucho entusiasmo por el experimento socioliberal que el primero puso en marcha cuando llegó al Elíseo. No es algo sorprendente en un país que elige al reformista y sale enseguida a la calle con objeto de frenarlo: la sociedad francesa quiere un cambio sin que nada cambie. ¿Quién podría reprochárselo? Plagada como está de actores de veto que pueden bloquear eficazmente las iniciativas políticas más atrevidas, se encuentra así abonada a la teatralización del descontento.

Mientras tanto, vive de las abundantes rentas proporcionadas por su vieja riqueza, sostenida hoy sobre una educación pública exigente y el desempeño de una élite —política, empresarial— rigurosamente preparada. En el país de la revolución, la afirmación general del principio de igualdad es así compatible con la distinción de las minorías a través del rendimiento; simultáneamente, su presidencialismo de tintes monárquicos alimenta la ilusión del contacto directo entre el presidente y el pueblo. Ni que decir tiene que con ello se introduce un elemento populista en el corazón mismo de la república francesa: cuando su presidente dice encarnar a Francia, siempre puede justificarlo diciendo que los ciudadanos le han dado directamente su apoyo.

Por esa misma razón, no deja de resultar chocante que tantos comentaristas hayan elogiado en la última semana las presuntas virtudes del sistema presidencialista como freno al populismo. Sin duda, el sistema de ballottage —retorno a las urnas en ausencia de candidatos que hayan obtenido mayoría absoluta de los votos tras la primera vuelta— facilita la reagrupación de los electores moderados en defensa del candidato antipopulista (aunque haya quien hable imaginativamente del macronismo como de «populismo tecnocrático»), pero no lo hace sin pasar factura. Por un lado, la experimentación del votante romántico en la primera vuelta puede legitimar a las formaciones extremistas y debilitar a las fuerzas tradicionales: el apoyo de los votantes de izquierda a sus partidos «auténticos» provocó en su momento el desastre de Jospin y el paso de Jean Marie Le Pen a la segunda vuelta contra Chirac.

Y sobre todo, crea una situación en la que aumenta el riesgo de victoria de un candidato populista: un mano a mano entre dos rivales cuyo desenlace da acceso directo a la presidencia; una presidencia dotada de amplios poderes solo relativamente fiscalizables a través de las instituciones, lo que explica a su vez que sean los ciudadanos quienes se arroguen el derecho no escrito de parar los pies a sus presidentes cuando les parece oportuno.

Si no me falla la memoria, en fin, los grandes éxitos del populismo en los últimos años se han producido en sistemas presidencialistas (Trump, Bolsonaro, Castillo) o en referéndums (Brexit) en los que también se juega —la imagen es de The Economist— a la ruleta rusa. El presidencialismo es una forma más primitiva de gobierno que el parlamentarismo; aunque a este no le falten, huelga decirlo, problemas propios. En las democracias parlamentarias, el riesgo populista no desaparece y sin embargo se diluye; salvo, claro, que el apoyo a las formaciones populistas o extremistas se multiplique sin remedio: Weimar no fue una fiesta.

Más difícil parece, justamente, estabilizar las democracias liberales. También sobre eso se ha hablado mucho tras el hundimiento de los partidos tradicionales franceses y a la vista del deprimente número de ciudadanos que han apoyado a líderes —Mélenchon, Zemmour, Le Pen— poco amigos del orden liberal. Pero nadie tiene buenas soluciones: el sistema democrático no puede defenderse adecuadamente de sus enemigos sin ser eficaz en la toma de decisiones, pero a duras penas toma decisiones eficaces debido a la impopularidad de las mismas y a la complejidad creciente de las sociedades.

De ese círculo vicioso no nos sacará Macron, aunque un presidente desentendido de su reelección tiene la posibilidad de ensayar políticas más audaces. Si se consuma su victoria el próximo domingo, el problema estará más bien en el paisaje político que dejará dentro de cinco años: la difícil tarea de un Macron victorioso consistirá en evitar que su paso por el Elíseo no sea visto —en amplia perspectiva histórica— como el del innovador estratega que propició sin querer la descomposición de la V República.

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