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Antonio García Maldonado

Los hundimientos políticos

«Existe una incomprensión generalizada ante los motivos que llevaron a Pablo Casado a resistirse a dimitir como presidente del PP»

Opinión
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Los hundimientos políticos

Pablo Casado y Teodoro García Egea. | Europa Press

Uno de los vídeos humorísticos que más circula por internet es el de la escena en la que Hitler, interpretado por Bruno Ganz en El Hundimiento (2004), se muestra todavía esperanzado en el búnker de la cancillería de Berlín, hasta que sus generales, nerviosos y amedrentados, por fin se atreven a decirle que sus planes son fantasías, que los soviéticos están a las puertas y que está todo perdido. En ese momento, Hitler estalla en gritos e improperios achacando la culpa a todos menos a él. Una escena que se ha utilizado con subtítulos para parodiar todo tipo de situaciones, como aquella ocasión en la que Hitler confía en que en la temporada 7 por fin quedará bien explicada la trama de la serie Perdidos, momento en el que los que le rodean se ven en la tesitura de decirle que no habrá próxima temporada, que todo ha acabado como está. Hitler, indignado, se lamenta de haber estado tantos años viendo la serie para que esta terminara en una metáfora cutre. La escena, en cualquiera de sus versiones, alude a los líderes que no asumen la realidad más evidente, y de cómo se resisten a una caída que todos menos ellos dan por segura.

El caso de Hitler es paradigmático en su crueldad y dramatismo, y en su propia dimensión, difícilmente trasladable a otros escenarios. Pero ahí estaba el pasado verano Ashraf Ghani, el presidente de Afganistán, quien, con los talibanes a las puertas de su palacio tras ir tomando todo el país, se negaba a aceptar la realidad y creía tener opciones de repeler el asalto talibán y recuperar parte del control del país. Fue el último, no en enterarse, pero sí en asumirlo, y, en el caso de Ghani, no es difícil comprender algunas de las razones que le nublaban el juicio. No se trata de que estuviera bien o mal asesorado, sino de la complejidad de asimilar que un esfuerzo personal y académico de décadas, que había llevado a este antropólogo a convertirse en uno de los expertos mundiales en nation building, hubiera fracasado sin paliativos en la práctica. De repente, todo el sentido de su biografía quedaba retratado y disuelto. ¿Cómo no oponerse con uñas y dientes a que eso suceda? ¿Cómo no compadecerse de su inopia voluntaria? No veía la realidad porque no quería verla. Porque, hasta cierto punto, no podía aceptarla.

Las vocaciones políticas suelen ser tempranas y absolutas. Han de ser así para sobrellevar una actividad con una sobreexposición mediática ingrata y agotadora, con unas jornadas tan intensas y unas renuncias personales tan evidentes -y, se diga lo que se diga, unos sueldos relativamente bajos en los puestos altos-. Tal es así, que cuesta creerse a aquellos líderes que renuncian y, aparentemente, cambian de vida de forma radical. Es lo que anunció el hasta hace poco canciller austriaco, el treintañero Sebastian Kurz, quien, cazado en un caso de corrupción, dijo que abandonaba la jefatura de Gobierno, la de su partido y la política. Quizá sea sincero, pero queda la sospecha de que quien ha sido ministro de Exteriores con 27 años, vuelve a los cuarteles de invierno para preparar, algún día, su regreso en mejores condiciones. Si hasta Napoleón se hizo coronar emperador de la remota isla de Santa Helena, en el Atlántico Sur, en su vieja idea legitimista, incapaz de asumir su condición de desterrado sin poder.

Existe una incomprensión generalizada ante los motivos que llevaron a Pablo Casado a resistirse dimitir como presidente del Partido Popular a partir de determinado momento de fuego amigo. Pero sus razones no son tan extrañas, porque vista su vida, sus tempranas vocación e implicación, lo que se le pide no es solo que abandone un cargo político, sino que renuncie al sentido que ha dado impulso a su vida hasta ahora y encuentre uno nuevo. Y eso no es cualquier cosa.

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