THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

Romper las cadenas con el tirano ruso

«Renunciamos a nuestra soberanía energética y la realidad es que eso no solo no ha cambiado el medio ambiente, sino que nos convirtió en súbditos de Putin»

Opinión
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Romper las cadenas con el tirano ruso

Vladimir Putin. | Sergei Ilyin/Kremlin Pool (Zuma Press)

La socialdemocracia alemana guió a la Unión Europea hacia su irrelevancia en el plano internacional. Apostó por crear estrechos vínculos comerciales y energéticos con China y Rusia bajo la ingenua creencia de que la interdependencia económica saciaría la sed expansionista de los dos gigantes asiáticos. Pero la estrategia no solo no subyugó al enemigo, sino que nos ha obligado a rendirle pleitesía: la UE es adicta al gas ruso y los chinos se han convertido en nuestros mayores socios comerciales. Craso error el de fiar la estabilidad a las decisiones de dos autócratas, porque el ansia desmedida de poder no entiende de pactos ni de reglas del juego.

El ecologismo ha sido el caballo de Troya empleado por el tirano postsoviético para desembarcar en la Unión Europea. Regó los bolsillos de nuestros dirigentes para que iniciaran una transición ecológica preñada de ideología, pero manca de tecnología. Se han cerrado nucleares y se ha descarbonizado sin tener una alternativa práctica, fiable y económica. Y todo enarbolando la bandera falsa de la protección del medio ambiente, pues lo cierto y verdad es que las emisiones europeas son una insignificancia a nivel global.

Los Estados europeos nos impusieron una renuncia a nuestra soberanía energética en nombre de lo verde, pero la realidad es que eso no solo no ha cambiado el panorama medioambiental, sino que nos convirtió en súbditos de Vladimir Putin, el sátrapa que dirige con puño de hierro uno de los países que más contamina del mundo. Europa ha seguido contaminando, solo que por nación interpuesta.

La transición ecológica ha sido durante los últimos años uno de los bastiones inexpugnables del mainstream, que se dedicó a construir un estado de opinión que fabricaba un apocalipsis mundial inexistente y demonizaba la crítica razonada, creando una nueva clase de apestados: los negacionistas climáticos. Hasta tal punto inundó el espacio público que la estrategia para abordar la emergencia climática y otras estupideces ideológicas del estilo, como la de la igualdad de género, han ocupado un lugar prominente durante los últimos años en el diseño de las líneas de actuación de organismos como la OTAN.

Pero la invasión de Ucrania por las tropas de Putin el pasado 24 de febrero despertó abruptamente a una Europa sonámbula que, en su ensoñación globalista, se había colocado la soga al cuello. Tras unas primeras horas titubeantes, en las que volvió a parecer que la intervención de la UE se ceñiría otra vez al vergonzoso plano de lo meramente retórico, la valiente lucha del pueblo ucraniano y el carisma de su presidente, Volodimir Zelenski, agitó las conciencias de los ciudadanos europeos, que demandaron a sus líderes una respuesta distinta a la que acostumbraban.

Cierto es que las competencias en política exterior y defensa radican en los Estados miembro y que los mecanismos para la toma de decisiones en estos ámbitos se habían demostrado inoperantes. Son muchos años mirando hacia otro lado mientras el líder ruso despreciaba la legalidad internacional y menospreciaba de forma condescendiente a nuestros dirigentes, convencido de poderlos manejar como a títeres.

Especialmente significativa fue la actitud de nuestros gobernantes y la práctica totalidad de medios de comunicación durante los días previos a la invasión, despreciando la literalidad de las palabras del ruso: la burbuja de infantilismo y mediocridad en la que vivimos instalados les empujaba a seguir el ritmo marcado por la batuta de supuestos analistas, empeñados en otorgar carta de naturaleza a la propaganda rusa que relativizaba la posibilidad de intervención y demonizaba a los ucranianos. Pero cuando Putin reclamó su legitimidad para reconstruir la antigua Unión Soviética, tomando por la fuerza las repúblicas resultantes de la desintegración de la URSS, hablaba completamente en serio. La inteligencia americana y británica nos lo habían advertido, pero era más sencillo y cómodo apostar por que se equivocaban que por la alternativa.

El presidente ruso se ha bunquerizado. No lee nada, no escucha a nadie. Desconfía de todos los que le rodean y les impone actuar con arreglo a una interpretación de la realidad que no admite matices ni adversativas. Desobedecerlo públicamente puede significar la muerte. Pero no ha de ser menospreciado: al contrario, debemos tomarnos mucho más en serio la amenaza que para la libertad en occidente supone.

Esta sensación de que podría estar dispuesto a todo tiene una base real y por eso la Unión Europea ha puesto pie en pared, más allá de dejarse llevar por el clamor de la opinión pública. La invasión no está siendo un paseo triunfal como esperaba Putin ya que, cada día que pasa, supone un fracaso para él desde el punto de vista estrictamente militar. Además, ha perdido la batalla del relato y de la propaganda: solo los mercenarios mediáticos y los tontos útiles compran la mercancía de la pacificación y la desnazificación de Ucrania.

El presidente ruso, que creyó que sembrando muerte obtendría respeto, ha recibido en cambio la condena y el menosprecio a nivel mundial, mientras que el favor público se lo ha arrebatado Zelenski. Putin le ha dado a Europa un nuevo Churchill, un líder en torno al que aglutinar a los europeos en la lucha contra el dictador. Y esta es, precisamente, la mayor derrota del ruso: unificar aquello que quería desunir. Ha revitalizado a la UE y a la OTAN y ha reescrito la historia bélica de Europa y del mundo, creando una coalición como jamás se había visto antes contra él, la cual se ha movilizado para apoyar económica y militarmente a Ucrania y sancionar duramente a Rusia. Hasta países como Suiza o Suecia han abandonado su tradicional posición neutral. Alemania anuncia que aumenta su gasto en defensa y que considera reabrir sus centrales nucleares. Europa vuelve a creer en Europa y sus ciudadanos recuerdan que la libertad tiene un coste.

Es imposible conjeturar sobre el resultado de esta guerra iniciada por Putin porque la historia se está reescribiendo ante nuestros ojos a una velocidad vertiginosa. Unos esperan que la dureza de las sanciones subleve a los maltratados ciudadanos rusos contra su clase dirigente. Otros dan por sentado que vamos a un nuevo telón de acero, a una guerra fría 2.0. Pero lo que es seguro es que Europa ha roto, por fin, las cadenas que la ataban al tirano ruso.

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