THE OBJECTIVE
Aloma Rodríguez

Maldurmientes, siestas y todo lo que no lees mientras duermes

«Lo que encuentro en ‘El mal dormir’ es la confirmación de mis sospechas: si durmiera menos, leería más»

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Maldurmientes, siestas y todo lo que no lees mientras duermes

El insomnio, ese mal tan extendido. | EP

Por Luis Alegre supe de la siesta del monje: te sientas en un sillón con una cucharilla de café en la mano y cierras los ojos. En cuanto te has dormido lo suficiente como para que tu cuerpo se relaje, la cucharilla cae, y el ruido te despierta. Esos minutos, se supone, son suficientemente reparadores: no hace falta más, solo ese reposo leve. Luego vi la entrevista de Soler Serrano a Dalí y también hablaba de esa siesta. Lo probé unos años, en mi adolescencia, y la verdad es que yo seguía durmiendo después de que la cucharilla cayera al suelo, a veces toda la tarde. Pero esas siestas largas me producían –y lo siguen haciendo– una extraña melancolía: por un lado, me gusta estar dormida, pero al despertarme tengo la sensación de haber echado a perder mi tiempo, otra tarde que no he dedicado a leer Ulises o, mejor, a escribir el Ulises del siglo XXI y desde un punto de vista femenino y un poco más corto, que las tardes dan para lo que dan. Calculo las películas que habría podido ver si no me hubiera echado esas siestas y la mala conciencia me invade: nunca llegaré a nada. Absurdamente, nunca me reprochaba no haber invertido esas horas en repasar los cuatro tipos de yod o la lista de phrasal verbs, en lugar de en un sueño que era más que reparador hedonista.

«Calculo las películas que habría podido ver si no me hubiera echado esas siestas y la mala conciencia me invade: nunca llegaré a nada»

Sé que el escritor Miguel Ángel Hernández es un activista de la siesta, aunque no he leído el libro que le dedicó en Cuadernos Anagrama, El don de la siesta. Hoy llega a las librerías el estupendo ensayo de David Jiménez Torres El mal dormir (Libros del Asteroide), en el que me adentro como para verme en un espejo que devolviera mi imagen en negativo: el ensayista duerme mal y el libro es en parte una explicación de en qué consiste exactamente su maldormir. Crea un tipo, el maldurmiente, que no es exactamente un insomne, aunque a veces lo parece. Al leerlo, yo que no soy ni alondra ni búho sino marmota, me siento cerca de un amigo casado con la misma mujer desde hace décadas que suele bromear con que él sabe lo que es el amor pero por oposición: tengo el sueño profundo y lo concilio sin ninguna dificultad. Cuando mi novio se acuesta más tarde que yo, espera para ver el espectáculo del libro –que yo, siempre optimista, he escogido para leer antes de dormirme– caer en dos tiempos: primero sobre mí, después al suelo. Lo que encuentro en El mal dormir es la confirmación de mis sospechas: si durmiera menos, leería más. Jiménez Torres construye una especie de genealogía de maldurmientes, entre los que hay algunos personajes de ficción y muchos escritores. Me gusta esa mezcla que hace de erudición y memorias personales, y pienso que su pulcritud en la escritura así como la discreción con la que se adentra en asuntos íntimos –su mal dormir– lo emparentan con la tradición anglosajona.

Portada de ‘El mal dormir’, de David Jiménez Torres.

Recoge una cita de Cioran: «La vida solo es posible mediante la discontinuidad. Por eso soporta la gente la vida, gracias a la discontinuidad que da el sueño». Puede que por eso aproveche que mis hijos están viendo Maléfica para deslizarme en la cama con la falsa esperanza de acabarme el documental que dejé anoche a medias. Mi novio ni siquiera finge que vaya a intentar verlo: se da la vuelta y se tapa hasta el cuello. La tarde es larga.  

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