THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

¿Qué es un clásico?

«En Europa no han existido libros intocables. Por muy sagrados que sean, ha sido más sagrado el debate sobre los mismos»

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¿Qué es un clásico?

Los jóvenes, eruditos y muy estimulantes guías de El viaje de Penélope me preguntaban la semana pasada qué es un clásico. No he parado de dar vueltas a la pregunta, porque no se me escapa que en torno a los clásicos siempre hay rondando un incienso santurrón, que es lo que llevó a Chesterton a decir que un clásico es un autor al que se cita en vez de leerlo, como si su objetivo fuera proporcionarnos citas de manuales de autoayuda. La verdad es que con los clásicos jugamos con fuego, porque son la suma incorrección política. No hay página en la que no nos suelten alguna impertinencia. Su serenidad, tantas veces loada, consiste en no conocerlos.

¿Qué es lo que mantiene en pie a un clásico? Si dejo de lado los argumentos almibarados, encuentro que un clásico es aquel autor que:

No temes que te decepcione, sino decepcionarlo. No somos nosotros los que lo medimos, sino que es él quien nos mide. Nos fuerza a mirar hacia arriba y de esta forma pone el elitismo al alcance de quien quiera ponerse de puntillas y estirar el brazo. El suyo es un elitismo democrático. Con frecuencia se alega que los clásicos se nos han vuelto difíciles. Si es así, no es culpa suya, por eso nuestras dificultades están muy lejos de proporcionarnos ningún privilegio. Ahí, en el elitismo democrático nace el camino de la educación liberal, que es aquella que busca en un aprendizaje más una intensidad que una utilidad. La educación liberal nos capacita para ver a un grande cuando nos cruzamos con él.

Te proporciona la posibilidad de contemplar el presente desde el pasado y, por lo tanto, te ayuda a bajarle los humos al historicismo dominante. El historicismo da por supuesto que el presente es algo así como el punto culminante de la historia, el tribunal ante el cual se puede convocar a cualquier personaje histórico para que nos rinda cuentas de su actuación. El historicismo, en definitiva, cree que el pasado digno de ser recordado es aquel que ha contribuido a la llegada del presente.

Te dice cosas sobre nosotros mismos que el presente o no ve o se niega a ver. Piensen, por poner dos ejemplos, en la descripción platónica de la democracia como «teatrocracia» o en la descarnada presentación de la condición humana en la trilogía de Edipo de Sófocles. Basta abrir Edipo rey para encontrarse con «esta batalla ardiente que es la vida» y con una mirada irónica y amarga al hecho elemental de que ninguna vida humana cabe en un esquema de la vida: «Si crees que la arrogancia es un bien cuando la razón no guía, estás equivocado». Pero el lector no tarda en descubrir que la razón nunca es una guía soberana. De ahí que Sófocles describa nuestras vidas como «esfuerzos desforzados» (pónoi dísponoi). Todo esto, tan humillante para la soberbia humana, está dicho con tanta belleza, que el lector está empujado a concluir que, si el hombre es capaz de hacer brillar así su miseria, es un mísero capaz de dejar detrás de sí chispas de un fulgor que la historia no apaga. Lo mismo ocurre con Lucrecio y su De rerum natura. Los clásicos nos proporcionan la experiencia de la proximidad con ese fulgor. Eso sí, no es un fulgor competencial. Sólo sirve para afirmar nuestra esencia como humanos.

Le da densidad (que no comodidad) a nuestra vida. Los clásicos ni nos ocultan lo terrible ni nos ahorran reprimendas. Pero lo hacen como debe hacerse. Desde su celda en la cárcel de León, Quevedo aconsejaba creer «a los libros que advierten sin interés; a los autores ancianos, que por estar ya desotra parte de muchos siglos, ni pueden lograr los oprobios ni comprar aplausos con las adulaciones. Su reprehensión no enoja al perdido que la lee, ni su alabanza desvanece al virtuoso. Los maestros difuntos son tolerables, porque hablan con los vicios, con las personas que los tienen, no contra las personas». 

Te muestra que no hay culturas inocentes. Por algo Maquiavelo leyó con tanta atención a Jenofonte, a Tito Livio, a Tácito… En su Vida de Marco Bruto escribe Quevedo algo que hubiera escandalizado, por su tono directo, a Maquiavelo: «Y al fin Antonio prevaleció contra Bruto, porque supo ser malo en extremo; y Bruto se perdió, porque quiso ser malo con templanza». En este sentido, los clásicos nos muestran los centros de gravedad de los problemas que nos vienen ocupando, indelebles, a pesar del paso de los siglos. ¿Y acaso la pervivencia de esos problemas no nos dice algo de la naturaleza humana? A un clásico le podremos atribuir opiniones falsas, pero no opiniones vacías.

Te permite participar en la «gran conversación» que constituye la esencia de la cultura europea. En Europa no han existido libros intocables. Por muy sagrados que sean, ha sido más sagrado el debate sobre los mismos. La cultura europea es un fenomenal monumento a la traducción/transmisión con que se vierte a sí misma en el futuro. La Revolución francesa fue posible porque los revolucionarios creían estar construyendo una nueva Roma, no haciendo una revolución burguesa.

Nunca termina de decirnos lo que tiene que decirnos. Hay algo en él que siempre encuentra en el presente a sus destinatarios. Pero para ello hay una condición imprescindible: no leerlos en el reclinatorio. Con un clásico hay que pelear. Como nos muestra Platón, el diálogo casi siempre acaba mal. Pero eso no importa si en su transcurso se han puesto claras las razones de las diferencias. Las divergencias con los grandes nos ayudan a dibujar nuestros propios límites desde algo más complejo que nosotros mismos y, por lo tanto, a clarificar la distancia entre lo que somos y lo que podemos ser, para bien y para mal. Los grandes autores no nos ayudan a ser mejores ciudadanos ni a tener el alma en calma. Nos ayudan a descubrir nuestras profundidades.

Podríamos presentar mil ejemplos de la manera en que los clásicos acaban encontrando a sus destinatarios en el presente, pero quizás baste con recurrir al único gran mito que hemos sabido crear los modernos, el de Frankenstein, porque sería incomprensible sin la herencia cultural de Prometeo. Le cedo la última palabra a un ya clásico poeta mexicano:

Soy Homero Aridjis /
nací en Contepec, Michoacán, /
tengo cincuenta y cuatro años, /
esposa y dos hijas.

En el comedor de mi casa
/
tuve mis primeros amores: /
Dickens, Cervantes, Shakespeare /
y el otro Homero.

Un domingo en la tarde,
/
Frankenstein salió del cine del pueblo /
y a la orilla de un arroyo /
le dio la mano a un niño, que era yo.

El Prometeo formado con retazos humanos
/
siguió su camino, pero desde entonces, /
por ese encuentro con el monstruo, /
el verbo y el horror son míos.

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