THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

Andar para comer: crónica de un viaje por el País Vasco

«Cuando por fin decidimos cual sería El camino de los vascos 2020, descubrimos que en el 2020 y gran parte del 2021, a los vascos no se les dejaba caminar a ninguna parte, y menos aún entrar a un restaurante»

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Andar para comer: crónica de un viaje por el País Vasco

Cuando murió mi abuelo, mi madre heredó una casa en la Sierra de Hornachuelos, y entonces mi padre consideró que puesto que en el campo no hay que recoger excrementos, por fin se daban las condiciones para tener un perro y mantener su dignidad, así que compró un labrador. Bautizado como Txipi, resultó ser un perro intrépido, vigoroso y valiente: en primavera degollaba culebras a mordiscos, en verano se arrojaba a las olas más furiosas del Cantábrico y en otoño hostigaba a jabalíes que le doblaban en tamaño. Hubo que coserle la barriga unas cuantas veces. Pronto descubrimos que era Txipi quien nos sacaba de paseo a nosotros y no al revés como creíamos. No toleraba una correa y jamás se ceñía a los caminos, se metía siempre en la fronda espesa, la ladera oscura y el regajo inundado y mi padre, mis hermanos y yo, le seguíamos horas y horas por las trochas más embarradas e impracticables de la Sierra de Hornachuelos, regañándole inútilmente cada vez que desaparecía ladrando a un pobre herbívoro. Un día que, al volver a casa de uno de esos paseos extenuantes a los que Txipi nos había acostumbrado, mi padre me dijo con tristeza que Txipi sería su primer y último perro, pues dentro de catorce años, cuando Txipi muriera de viejo, él sería ya un anciano y no podría darse esos paseos tan largos que el perro nos había enseñado a disfrutar.

Han pasado veinte años ya de eso, Txipi no murió de viejo, sino en combate, y mi padre, pese a sus setenta y seis años, sigue caminando horas y horas por las mismas trochas con el bisnieto de aquel primer perro, que desde que nos puso a andar, convirtió los paseos en el centro de nuestra vida familiar. Estos paseos duran dos o tres horas, a veces somos solo mi hermano, mi padre y yo, a veces nos juntamos una quincena de familiares, entre mujeres, tíos, hijos y sobrinos. La actividad principal del paseo no es ni mucho menos pasear, sino buscar conversaciones de cierta sustancia que den para más de un kilómetro, o bien observar y comentar los cambios que se produjeron en la naturaleza entre el paseo anterior y el presente. El grupo de paseantes se divide pronto en varias conversaciones, y en función del tema tratado en cada grupúsculo, unos caminan rápido y con más determinación y otros avanzan a trompicones, parándose en cada pájaro, cada flor y cada charca. En el último tramo, los paseantes ya cansados y sudorosos, se van reagrupando y se impone un tema común: la anticipación de la recompensa. Entre todos empezamos a construir el deseo compartido de la cerveza fría, a la que le seguirá el vino blanco, un plato de chorizo, patatas, aceitunas, un guiso de monte, quesos, más vino, café, chocolate, un licor, quizás un puro y finalmente una siesta profunda sin final programado.

Podría decirse que, en realidad, tanto el paseo como la comida y su sobremesa son las partes de un todo, los tres actos de una larga conversación, que encadena el camino a la mesa, la mesa al sofá y el sofá al sueño. Esa conversación tiene un correlato fisiológico, en el primer acto se abre el apetito, en el segundo se satisface y en el tercero, ahítos ya, se fluye hacia el sueño con un punto de ebriedad y el cuerpo desfogado. Queremos creer que el exceso de la comida es compensado por el paseo, los colombianos tienen un ingenioso refrán para este tipo de conductas: el que peca y reza, empata.

Hace casi ya dos años, nuestro amigo Juan Jiménez Laiglesia, más compañero de mesas y sobremesas que de paseos, se leyó «Los senderos del mar», de María Belmonte (Acantilado, 2017), libro que relata un viaje a pie por el litoral vasco. Inspirado por el texto, nos propuso a Ignacio Ojanguren, a mi padre, a mi hermano y a mí, que saliéramos a pasear por esos mismos senderos y celebrásemos nuestras raíces vascas. Poco después creó un grupo de whatsapp llamado Euskaldunen bidea, que según el traductor de Google quiere decir «El camino de los vascos», traducción que desde nuestro desconocimiento de la lengua ancestral aceptamos sin rechistar, pues ya se sabe que para que un proyecto de ocio fructifique lo más urgente es hacer un grupo de whatsapp con un nombre que lo distinga de tantos otros grupos que se olvidan. En todo caso, el verdadero compromiso con la expedición llegó cuando Juan nos regaló a todos una auténtica txapela hecha en Tolosa por Boinas Elósegui, con una etiqueta bordada en la que aparece una concha de peregrino y en la que dice:

Euskaldunen bidea 2020

La vida es poco más

Bergareche, Ojanguren, Oñate

Oñate es el apellido del único abuelo vasco que Juan -que como mi hermano y yo es madrileño- invoca para pertenecer a esta expedición. Los requisitos para ingresar en nuestro equipo son incluso más laxos que los del Athletic de Bilbao, aquí se regala la nacionalidad vasca a todo aquel que tenga ganas de pasear por el monte, conozca las normas del mus, se emocione con una cococha bien hecha, no tenga miedo a pedir la penúltima y, como dice Brillat-Savarin de los gourmands, «pueda contarse con ellos para toda la velada porque conocen todos los juegos y diversiones que son accesorios ordinarios de una reunión gastronómica». Si ser vasco era otra cosa, no nosotros no lo somos.

La entrega de las boinas a los expedicionarios se hizo en el Asador Pelotari de Madrid, donde a pesar de su nombre, del menú y de la decoración vasca, su jefe, Enrique, se delata rápidamente como no-vasco por su trato tan atento, sus exquisitas fórmulas de cortesía y su sonrisa. Según Enrique desaparece con nuestra comanda, recordamos dos anécdotas que ilustran bien esta falta de delicadeza del hostelero vasco que tanto celebramos y que nos produce un deseo casi masoquista de maltrato. La primera en un restaurante famoso por la variedad de sus tortillas, allí fueron mis padres con unos amigos finolis que venían de veranear en la parte francesa y uno de ellos pidió «tortilla a las finas hierbas», la tabernera que tomaba nota le miró con desprecio y le contestó: «tortilla de tonterías no hacemos». La otra anécdota tiene lugar en el extinto Penalti de Ondárroa, donde había un plato muy celebrado de merluza, salsa de txipirones en su tinta y tres almejas. Siempre tres almejas, ni una más ni una menos. Mi tío Juan Luis estaba comiendo ese plato y una de las tres almejas estaba mala, podrida. Se lo hizo saber al camarero, y este le contestó molesto: «¿Y qué te creías, que siempre iban a salir buenas?».

Después de tanto hablar de otras comidas durante la comida, tratamos de dibujar el itinerario de la expedición. Al principio se habló mucho de incorporar al recorrido paradas de interés cultural, a saber, acantilados de gran valor geológico, reservas de avifauna, retablos góticos, colegiatas renacentistas, pero según bajó la botella de Imperial nos quitamos todos las caretas y empezamos a trazar etapas que unían un restaurante soñado con otro e ignoraban todo lo demás. El viaje no dejaba de ser por ello un viaje netamente cultural, ya lo dijo el Duque de Segorbe: «si la gastronomía no ha sido incluida entre las bellas artes es porque al contrario de las otras artes, comer es algo estrictamente necesario».

Había grandes dudas sobre los hitos irrenunciables del camino (¿dónde están los mejores chipirones, dónde la mejor plancha?) y nada fue peor para resolverlas que pedir consejos y recomendaciones a los vascos auténticos. Cada uno de ellos nos enmendaba totalmente la ruta, tachaba los lugares ya famosos y estrellados –que por lo visto solo habían sido buenos cuando aún no los conocían más que ellos y la madre del cocinero– y nos llenaban la ruta de absurdos desvíos a tabernas recónditas a las que llamarían para avisar de que iríamos de su parte pero solo a cambio de que jurásemos no revelar en Instagram la existencia de aquellos paraísos no descubiertos a esa abominable caterva que se autodenomina como foodies.

Cuando por fin decidimos cual sería El camino de los vascos 2020, descubrimos que en el 2020 y gran parte del 2021, a los vascos no se les dejaba caminar a ninguna parte, y menos aún entrar a un restaurante. El plan fue cancelado y seguramente habría sido olvidado como tantos otros proyectos de felicidad de no haber tenido durante todo ese tiempo colgada en una percha esa boina sin estrenar, con nuestros apellidos bordados en ella, representando como ningún otro objeto durante el confinamiento la promesa de un buen paseo y una sobremesa en compañía de amigos y familia. Qué importante es siempre la vestimenta litúrgica.

Salida desde Guetaria 

Tras casi dos años desde que nos lo propusimos, la semana pasada salimos finalmente a caminar con un plan incierto y abocado a la improvisación. Lo único claro es que el periplo iniciaba viendo el amanecer desde los viñedos de txakolí de San Prudencio, en lo alto de Guetaria, el pequeño pueblo marinero desde donde emprendieron sus caminos dos vascos que se hicieron universales y a los que cualquiera que parte hace bien en encomendarse: Elcano, por su determinación para llegar al confín del mundo y volver después, y Balenciaga, que siendo hijo de un humilde marinero era capaz de conectar con la sensibilidad de las princesas de cualquier reino de la tierra.

Ver el amanecer en Guetaria es obviamente un pretexto para llegar a cenar la noche anterior, y este fue el primer gastro-hito del camino: un pescado a la brasa. Nuestra desilusión fue enorme cuando nos comunicaron que nuestro venerado restaurante Elkano estaba cerrado esos días, y por tanto tocaba ir al que estimábamos como el eterno segundón en esto de asar rodaballos, el Kaia Kaipe, ese lugar donde los que no lograron reservar en el Elkano se preguntan cuánto mejor podría hacerse ese mismo rodaballo que preparan a escasos doscientos metros con la misma parrilla y el mismo carbón.

Visitar el restaurante que la opinión general considera como el segundo mejor –la Pepsi-Cola en ausencia de la Coca-Cola, para entendernos– a menudo nos revela más cosas sobre el mejor que sobre el segundo, pues nos da la verdadera medida con la que se ha establecido la prevalencia. En este caso, todos los comensales acabamos con la misma opinión: la diferencia entre el Elkano y el Kaia es la brasa. Pero no la brasa que arde en las parrillas, sino la brasa que te dan cuando te explican los platos. En el Elkano hace mucho que abandonaron esa proverbial parquedad algo antipática del hostelero vasco y han descubierto el arte del storytelling. Te cuentan la diferencia entre la carne de lado blanco y la del lado negro, te repasan la anatomía del pez y te hacen el favor de descubrirte el bocadito más sabroso en el apófisis más inexpugnable de una espina de la cabeza, te explican cómo emulsiona la gelatina del pescado con un tenedor, te hacen saber a qué profundidad se pescó el rodaballo, quienes fueron sus padres y sus últimas palabras al morir. En Kaia nos tiraron el mismo rodaballo en la mesa sin decir ni mu y ya cortado. Oigo ya las protestas desde aquí, pero estaría dispuesto a apostar un brazo a que en una cata ciega nadie tendría la certeza de cuál rodaballo es del Kaia y cuál del Elkano.

A favor del Kaia hay que decir también, que no solo dan por hecho que el comensal sabe ya qué cosa es un rodaballo, sino que está en un lugar del pueblo que no puede ser más bonito, a diferencia del Elkano que está sobre una carretera. Al Kaia se llega adentrándose en el casco viejo, caminando por las calles adoquinadas y peatonales, dejándose tragar por ese arco oscuro y bajo de la iglesia gótica de San Salvador, que te escupe directamente a una plaza en alto desde donde se domina el puerto y se ven los barcos entrar y salir a la mar. Uno entiende al llegar donde está y de dónde viene lo que come, el mejor storytelling con el que aderezar el rodaballo te lo hace ese precioso paseo que lleva hasta el restaurante. Me fui de aquella cena preguntándome si el Elkano, por estar en un lugar más bien feo, ha compensado su desventaja desarrollando el arte del gastro-palique hasta ganar la batalla del prestigio, aunque por ser justos, intuyo que es el Elkano el que inventa las cosas y el Kaia el que las adopta. Las fantasías sobre rivalidades montescocapuletianas entre ambos restaurantes dieron para media cena, en todo caso estas son el tipo de competiciones que hacen del mundo un sitio mejor.

De Motrico a Lequeitio

Es posible que desde la toma de Prusia Oriental por el Ejército Rojo no haya habido en ninguna región de Europa una alteración de la toponimia más radical que la del País Vasco, en todo caso yo sigo utilizando los nombres con los que en los veranos de la infancia conocí a estos lugares y me resisto a llamar Mutriku a lo que siempre fue Motrico, pues al pronunciarlo así obliga a estirar el morro hasta tocar la punta de la nariz con la boca y la mueca resultante puede ser grotesca. Fue allí donde con mucho sueño entregamos a un conductor la furgoneta con la que habíamos salido de Guetaria demasiado pronto como para haber digerido la cena. Mi padre tenía mucha prisa por recorrer los veinte kilómetros que había hasta Lequeitio, incluso proponía traicionar la naturaleza del viaje y recortar el camino tomando un taxi justo después de Ondárroa. Lo importante ya no era pasear tranquilamente por el litoral, bajar a las calas escondidas por los acantilados a bañarse sin conciencia del tiempo, llegar a dormir una siesta y cenar ya descansados el célebre rodaballo a la plancha (nada que envidiar a uno a la brasa) del Arropain, un clásico de Lequeitio que resiste con sensatez cualquier tentación de innovar, pero donde los platos de toda la vida conviven en el menú con especialidades nepalíes y no por un capricho extravagante de un chef en busca de una fusión inédita, sino porque Javier Zapirain, el dueño del lugar, volvió hace años de un viaje al Himalaya casado con una nepalí –estas cosas pasan naturalmente en Lequeitio, un pueblo de balleneros donde llevan cinco siglos viajando al fin del mundo.

Anulábamos con cierta pena la reserva en Arropain por una razón de peso: Santi Zumaran, conocido como Lumumba o El Químico, le había llamado a mi padre para sorprenderle con un agasajo postinero en Isuntza Arraun Elkartea (la Sociedad de remo de Isuntza, txoko del equipo de trainera local, que preside el propio Santi) y la única condición que ponía es que no podía ser cena –esa noche tocaba cuadrilla con mujeres y eso era inamovible.

Para acumular más de un mote en esta vida hay que haber entrado en la leyenda, y Santi Lumumba o Santi el Químico, es definitivamente un personaje legendario que encarna para mi padre el recuerdo idealizado de los veranos de su juventud, y al que le engrandecen todo tipo de anécdotas marineras. Baste decir que Lumumba o el Químico es el único vasco del que se tenga noticia que haya cocinado setas y Rólex. Literalmente. Esto nos lo explicó mi padre mientras imponía ritmo a la marcha: sucedió hace muchos años, una vez que a mi abuelo materno se le olvidó quitarse un Rólex antes de tirarse al mar. Al salir comprobó con mucho disgusto que el reloj se le había mojado y que la esfera estaba cubierta de vaho en su interior y temió que se hubiera averiado. Santi se lo quitó de las manos sin miramientos, lo metió en una sartén y lo puso al fuego como quien hace un revuelto de setas, mi abuelo lo miró descompuesto, pensando que Zumaran le había dado la puntilla al reloj, pero lo cierto es que gracias a la mano de Santi en los fogones, aquel Rólex a la plancha volvió a funcionar perfectamente.

Con historias como esta nos fuimos acercando a Ondárroa bordeando la costa, era el primero de octubre y el sol bendecía nuestro paseo con un día de verano cantábrico que no habíamos visto en todo el pasado agosto. Así es octubre en estas tierras, las estaciones del año avanzan y retroceden en el cielo como lo hacen las mareas en la orilla, de modo que un mismo día te trae el invierno y retrocede después al verano. Ese mismo tirón de las mareas que hace al tiempo contraerse parecía hacer efecto en mi padre, que a sus setenta y seis años iba devorando los kilómetros con los pies como si tuviera treinta, anticipando con alegría el banquete, los vinos y la partida de mus. Al verle me acordé de algo que me dijo Antón Reixa, tras un brutal accidente en coche que le dejó en coma un mes, le fracturó medio cuerpo y le dejó cojo y con dolores crónicos. Le pregunté que cuál había sido el primer banquete que disfrutó tras salir de la larga temporada que pasó en el hospital y él me contestó que no ya disfrutaba tanto de un banquete, pero lo que sí disfrutaba es de sentir el apetito de un banquete: a cierta edad y cuando todo nos duele, sentir esa avidez y ese deseo se celebra mucho más que el banquete con el que se satisfacen aquellos apetitos que te han confirman una vez más que sigues vivo.

Guipúzcoa termina en un recodo del camino en el que hay un edificio alto abandonado, envuelto en maleza, con las ventanas del piso inferior tapiadas y un inmenso mural grafitero en el que se le ve a Alfred Hitchcock de esmoquin y con gesto impertérrito junto a un barbudo con sonrisa maléfica que en una mano sujeta una bomba con la mecha encendida y en la otra el símbolo de los okupas. Esto es Ondárroa, ongi etorri. Pasado este inquietante edificio la vista se abre a la pequeña bahía en la que está incrustado este pueblo que para los veraneantes burgueses de Lequeitio era algo así como el Rin o el Danubio para los antiguos romanos, es decir, el limes tras el cual viven los bárbaros. De pequeño nos daba morbo llegar en bicicleta a asomarnos a este importante puerto pesquero, donde en los tendederos de las casas solo se veían ropas de trabajo de arrantzales y camisetas negras de grupos de Thrash metal. Nos parecía que no había un solo centímetro de pared en todo el pueblo, incluida la iglesia, que no tuviera un mensaje de Batasuna o la foto de un etarra, y cuando atravesábamos con angustiosa lentitud las calles estrechas en un coche con matrícula de Madrid y vestidos con camisas planchadas, sentíamos ese miedo que uno espera pasar en el túnel del terror del Parque de Atracciones.

Y sin embargo, con el tiempo uno descubre que Ondárroa tiene su lado sensible, no todo es reventar tímpanos con Heavy Metal, hay por ejemplo una rara afición al silvestrismo, práctica que consiste en adiestrar jilgueros y otras aves para el canto, y de hecho Kepa Arrizabalaga, portero del Chelsea y oriundo de Ondárroa, es criador del jilgueros que han ganado campeonatos de canto. Además del amor por el cánoro trino de las fringílidos, Ondárroa tiene como himno no oficial la canción de despedida más conmovedora que conozco, el Boga boga. La letra de esa canción está pintada con orgullo en un mural en la medianera de un edificio frente al puerto. Se suele cantar siempre en un coro de voces, a capela, la canción le pone voz a un marinero que parte a las Indias y se despide remando de su querido pueblo, de su pequeño rincón en la tierra, sin saber si el mar se lo tragará. Me cuesta escuchar esta canción que mi padre y sus hermanos cantan a menudo sin que se me venga una lágrima, hasta el punto que considero que Ondárroa redime todos sus pecados por haber legado al mundo esta canción.

Hicimos una parada en el garito de tragaperras y apuestas deportivas que hay bajo el mural del Boga boga donde contra todo pronóstico sirven un pincho de tortilla de campeonato, y seguimos el camino cantando el Boga boga como remeros que reman con las piernas. Lequeitio quedaba ya a trece kilómetros, esta era la parte más bella de un camino que transcurre con densos bosques de robles mezclados con cultivos de eucaliptos a la izquierda y oscuros acantilados a la derecha. Es más fácil ver ciclistas y caminantes que coches en este tramo, resulta inspirador ver como en la práctica esta carretera le ha sido expropiada a los vehículos de motor por el intenso uso deportivo que le dan los vecinos de la zona. Al poco de dejar atrás Ondárroa, hay un punto en que la carretera se desprendió y cayó al mar y ahora hay un puente muy alto desde donde se ve la ola que bate las rocas. Atado en la barandilla del puente hay un fúnebre ramo de flores, ya mustio y descolorido, uno no puede dejar de pensar al verlo que ese ramo en ese lugar solo puede conmemorar a un suicida. Cerca del ramo un anciano canoso y de paso lento se asoma a la barandilla, le acompaña un jovencito de rasgos andinos, probablemente su cuidador. Al cruzármelos, les digo en tono de broma «ni se os ocurra saltar» y el viejo me mira muy seriamente y me dice: «para saltar hay que prepararse primero». La respuesta es desconcertante y enigmática, Ignacio Ojanguren y yo nos pasamos los siguientes dos kilómetros elucubrando qué ha querido decirnos con eso de que hay que prepararse primero, ¿cuántas veces habrá caminado hasta el puente aquel viejo pensando en saltar? ¿saltan los que se lo preparan demasiado o se hace de manera impulsiva?

Con estas cavilaciones llegamos por fin al octavo kilómetro entre Lequeitio y Ondárroa mucho antes de lo que imaginamos. Por un lado de la carretera, entre la maleza, baja disimuladamente y sin señales de ningún tipo un estrecho camino de tierra, empinado, resbaladizo y con cuerdas para agarrarse, que termina llegando a una cala escondida entre robles y encinas. Lo llamamos el Octavo sin más, ha sido siempre nuestro baño favorito, el caladero de pulpos, nécoras y quisquillas de las excursiones infantiles. Los acantilados que rodean a esta cala son un enorme hojaldre de flysch en toda la gama de grises y ocres, revela las eras geológicas de la tierra en un mismo corte transversal, ahí queda todo el paleoceno aplastado, diez millones de años comprimidos en cincuenta metros de piedras. Al verlo me viene a la cabeza un poema del peruano José Watanabe que lo describe como «vetas minerales como nervios petrificados, / tal vez en tiempos remotos fueron recorridos /por escalofríos de criatura viva». Entre el vértigo temporal que produce el flysch y la respuesta del viejo suicida, el camino se torna existencial y por un momento se nos olvida que el destino de nuestro paseo es una gran comilona, y que como dice el poeta Watanabe al final de su poema «aún no soy la montaña». Afortunadamente el apetito vuelve con fuerza después de tirarnos al agua gélida y nadar un poco entre las rocas. Salimos del agua con energías renovadas y tiramos hacia nuestra meta ya sin parar.

No es lo mismo viajar a un lugar encerrado en un coche, que andando: al caminar uno avanza con los cinco sentidos, siente la textura del camino en los pies, mide las distancias con su fatiga, escucha como el sonido de las olas y las aves se sumerge bajo el bullicio de sus calles, comprueba como el olor iodado de la espuma del mar se empieza a mezclar con el de las cocinas. Hemos llegado a Lequeitio, que es una especie de San Sebastián en miniatura. Como en San Sebastían, aquí también tiene tres playas la bahía: Isuntza, Quincoces y Karraspio, con una isla en el centro, San Nicolás. No le faltan tampoco palacios ni casas blasonadas, y ambas villas tienen su basílica de Santa María en la parta vieja, si bien es mucho más impresionante Santa María de Lequeitio, que por razones inciertas –acaso por las donaciones de corsarios locales, follow the money– tiene el uno de los tres mayores retablos góticos de España. Al igual que San Sebastián, Lequeitio acogió familias reales e incluso fue residencia de la última emperatriz de Austria. Pero lo cierto es que tras un madrugón algo resacoso y veinte kilómetros de camino nada de esto importaba demasiado a los amigos que nos acompañaban, de Lequeitio solo queríamos saber ya dónde nos esperaba Santi Zumaran con la comida.

Más de uno estaría de acuerdo en que el txoko de Santi Zumaran, Lumumba, el Químico, tiene el emplazamiento más espectacular que pueda tener una sociedad gastronómica. Está construido sobre las rocas de la bahía de Lequeitio, bajo la ermita de San Juan, con unas vistas enormes que abarcan toda la bahía, con la isla de San Nicolás al este y el faro el faro de Santa Catalina bajo las laderas del imponente Otoyo al oeste.

Al entrar mi padre tiene la cara de un niño en la mañana de Navidad. Su amigo lleva todo el día cocinando para él, no ha querido revelarle cuál es el menú, está todo oculto en grandes sartenes tapadas. Los abrazos entre ambos son tremendos, se oyen las manos retumbando contra las espaldas y las vértebras crujir. Santi es parco en palabras, los vascos tan vascos como él suelen expresarse mejor cocinando y cantando, y pronto nos lleva a la cocina y para levantar las tapas de las sartenes con más expectación que cuando Steve Jobs decía eso de one more thing. En nuestra mente suenan redobles de tambores y fanfarrias. Afortunadamente no hay ninguna sorpresa y el menú es maravillosamente previsible, Santi conoce bien la fórmula del éxito, que es la de Kiss FM: all the hits all the time. Anchoas, bonito, tomates de su huerta, cigalas, setas del monte cogidas por él detrás de su casa y kokotxas con huevos escalfados. Está escrito en nuestras boinas: la vida es poco más. De postre la panchineta de Santi Gozotegia y después un mus con ocho reyes y sin peretes, ni treinta y una real, que aquí no les va la monarquía nos dicen. Todo en el menú era excepcional, para puntuar con tres decimales entre el nueve y el diez, Zumaran solo sirve los arquetipos platónicos de cada ingrediente. Pero las kokotxas con huevo escalfado merecen una descripción, porque a mí que creía que sabía algo de hacer kokotxas me hizo descender a tercera división de golpe. El tamaño es importante, y las kokotxas de Santi son pequeñas, de merluza, todas muy parecidas entre sí y bien limpias, sin flecos de piel colgando. Su hermano Joaquín es el pescadero del pueblo así que le llega siempre la mejor selección. La salsa está a medio camino entre un pil pil y una salsa verde, con su perejil y su ajo picados muy finos y perfectamente integrados. Al añadirle el huevo escalfado a cada ración por separado, la untuosidad de la yema termina por cuajar la salsa. El sabor además mejora si uno está comiendo frente a un inmenso ventanal donde solo se ve la inmensidad del cielo y el mar, se oye la ola y entra el olor de la espuma. Al final de la comida se pueden fumar puros sin pedir perdón ni permiso, que para eso estamos en un txoko, y se puede levantar uno a la barra a servirse la copa hasta donde quiera y a hacerse con naipes y tapetes con los que se juega hasta que cae la tarde y las botellas. Repito: la vida es poco más.

De Lequeitio a Aulesti

Tras la cena de Guetaria, los veinte kilómetros del día anterior y la bacanal del Txoko de Lequeitio, me preguntaba cómo haría mi padre para levantarse pronto y caminar por lo menos hasta Aulesti (otrora conocido como Murélaga antes de la gran purga de topónimos) por los senderos de tierra llenos de cuestas. Lo cierto es que cuando al final del camino espera el asador Etxebarri, da un poco igual lo reventado que uno esté o las ampollas que tenga en el pie. Hay metas que hacen fácil cualquier esfuerzo, y mi padre no solo tenía como objetivo comer en el aclamado asador sino que tenía un propósito superior y más acuciante: entregar a Bittor Arginzoniz, dueño, cocinero y cerebro del Etxebarri, el chorizo que desde hace tiempo hace cada año en la Sierra de Hornachuelos, embutido cuya fórmula ha ido perfeccionando en cada matanza hasta adquirir una cierta fama entre los suyos. Mi padre acudía a Bittor con la esperanza de que su chorizo fuera validado por parte del autor del chorizo más celebrado del mundo, el que hace en Etxebarri con la colaboración de Joselito. Mi hermano, Juan, Ignacio y yo le advertíamos en previsión de una escena bochornosa, de que entrar en la cocina del Etxebarri con un chorizo era algo así como ir a un concierto de Anne-Sophie Mutter en el konzerthaus de Berlín llevándote tu violín para que te escuche ella como tocas. Mi padre no atendía a razones, y caminaba alegremente con dos bastones de andar y el chorizo colgando de la mochila, le impulsaba la convicción de que su producto no era inferior al de Bittor y estaba dispuesto a demostrarlo. Hay que aclarar que mi padre no está completamente enajenado, tenemos ciertas razones para pensar que nuestro chorizo está entre los mejores. La primera de ellas es que todo el mundo que lo prueba nos lo dice con verosímil honestidad, no creemos que sea mera adulación o mentira compasiva, a juzgar por la celeridad pirañesca con el que se acaba un chorizo cada vez que sacamos uno para el aperitivo. La segunda razón es que criamos cerdos para Joselito, con lo cual la materia prima es la misma que la del Etxebarri, y la tercera es que solo usamos la carne del jamón para hacer el chorizo. Es decir, es un chorizo de jamón, y por eso mi padre tiene la convicción de que es algo más que chorizo, a saber, oro rojo de la Sierra de Hornachuelos, que ni se vende ni se comercializa, solo se regala. Su amigo Alonso, vecino de Palma del Río, recuerda siempre que el mejor jamón del mundo se puede comprar y está perfectamente identificado, pero el mejor chorizo no, pues suele ser un producto casero que se queda en el ámbito privado y familiar.

El sendero a Aulesti discurre junto al río Lea que desemboca en Lequeitio, y va generalmente bajo la fronda de árboles de ribera y robles, atraviesa centenarios molinos y ferrerías abandonadas. Por el camino vamos haciendo casuística sobre lo que puede ocurrir cuando mi padre solicite audiencia con el gran Bittor para hacerle probar su chorizo. Las risas se pueden oír desde lejos. Yo expongo el mejor escenario, algo fantasioso quizás: Bittor recibe el chorizo de mi padre y se queda mudo, paralizado, como Stendhal al ver la basílica de la Santa Cruz en Florencia. Al día siguiente se echa a llorar, se da cuenta de que toda su vida ha sido en vano y cierra el Etxebarri indefinidamente. Mi hermano pinta un escenario peor: Bittor no recibe a mi padre, está hasta la coronilla de gente que le quiere colocar un rollo. Un camarero recibe el chorizo y da las gracias en nombre de Bittor. Por la noche echan el chorizo a los perros del pueblo, que ya se han terminado el chorizo del plasta anterior. Así van pasando los kilómetros, y a ratos el ánimo de mi padre decae en algún momento cuando contempla por fin la posibilidad de hacer el ridículo, pero al final triunfa su inmensa confianza en el oro rojo de la sierra de Hornachuelos.

Con estas chanzas llegamos casi sin darnos cuenta hasta el inmenso frontón de Aulesti donde un padre y su hijo pequeño jugaban a pelota-mano, y donde nos esperaba la furgoneta para hacer el tramo final hasta Etxebarri. Conocemos muy bien este pequeño pueblo, aquí está el que verdaderamente es parte de nuestra historia emocional, el Zarra Benta, regentado por tres incombustibles octogenarios, Mila, su marido Jacinto y su cuñada Elena. Suyo es el lugar en que probamos por primera vez con nuestra abuela muchos de los sabores a los que luego nos hemos pasado la vida tratando de volver, me queda claro que este es el lugar donde conocí lo que era un rape, una cococha, un pimiento o una cuajada. Hemos peregrinado allñi con nuestras novias de universidad, nuestras mujeres después y más adelante nuestros hijos. Habíamos oído con tristeza que el Covid se había cebado con Aulesti y con ellos en particular y que ya estaban cerrados, fuimos a preguntar por ellos y al llegar encontramos las puertas del restaurante abiertas, por un momento me alegró pensar que todo era como antes, pero al asomarme comprobé que todo estaba a oscuras, no había nadie comiendo. Mila estaba allí como siempre, me reconoció al instante y me dio con mucho cariño dos besos sin máscara y sin miedo, me llevó hasta la cocina donde solo había una pequeña olla haciendo chup chup sobre sus viejísimos fogones de leña que jamás había cambiado, la poca comida que cocinaba parecía más destinada a la familia que a atender a ningún cliente pero aún así, Mila me decía que podía apañar alguna comida para nosotros, hay para todos, siempre hay algo en la despensa si queríamos quedarnos a comer. Le dije que no podíamos quedarnos y ella me agarró de la mano y no me la soltó, me contó desolada que ya era el final, Jacinto había sobrevivido al covid, pero había quedado impedido y a sus ochenta y ocho años ya no podía atender la barra. La idea de la jubilación o de las vacaciones jamás ha entrado en la cabeza de Mila, yo llevo veinte años preguntándole cuando lo va dejar y jamás ha sabido decirme cuándo. Su vida es dar de comer a los demás. Después de la bienvenida Mila protesta con razón porque recuerda bien que le dije hace ya tiempo que le mandaría un libro que escribí donde le dedico un capítulo entero y nunca se lo llegué a mandar. Me pregunta que por qué no voy ya por Lequeitio, me repite que me ha estado esperando mucho tiempo, todo el verano, a mí y al libro que le tenía prometido, me insiste en que me quede a comer, destapa la olla y sale el olor de un guiso de pescado. En ese momento tuve que contener las lágrimas, contemplaba el último acto de un lugar que para mí siempre ha representado la autenticidad, era consciente de que veía quizás por última vez esos fogones encendidos, y mientras pensaba en eso, le sujetaba la mano a esa mujer que en los momentos en que más oscuro y hostil se me hacía esta tierra, ha sido siempre la persona que evocaba en mi imaginación para congraciarme con una idea amable de lo que era ser vasco.

Mi padre me llamó para decirme que estaban todos esperando ya en la furgoneta, había que salir ya para llegar al Etxebarri. Según nos alejábamos de Aulesti, me di cuenta de que tanto mi padre como mi hermano sentían ese pellizco de tristeza, y ahora según escribo estas líneas unos días después, sé ya que ellos, igual que yo, hubieran dejado el Etxebarri para otra ocasión, le habrían entregado a Mila el chorizo y se habrían quedado felices a tomar aquello que burbujeaba en su olla.

Seguimos sin saber qué le ha parecido a Bittor el chorizo que mi padre le regaló.

 

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