THE OBJECTIVE
Diego S. Garrocho

Las armas, las letras y todo lo demás

«No es imposible considerar, al menos como posibilidad, que la dominancia cultural de la izquierda en general y del PSOE en particular esté comenzando a dar síntomas de agotamiento»

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Las armas, las letras y todo lo demás

Diario de Madrid | Wikimedia Commons

Una de las tesis fuertes de Las armas y las letras, el excelente libro con el que Andrés Trapiello mapeó las derivas literarias de la guerra civil española, es que el bando republicano perdió la guerra pero que, de algún modo, ganó las letras. Creo que esa tesis, como tantas otras sugeridas por Trapiello, es esencialmente cierta.

Aunque existen autores de mérito a un lado y otro de la contienda —y aun asumiendo que esos bandos no encuentran un sencillo acomodo en el ámbito literario, ensayístico y filosófico que tan bien nutrió la tercera España— es cierto que durante décadas el pensamiento conservador español vivió al socaire de un régimen que le permitió sobrevivir holgadamente y sin competencia. Para su desgracia.

Ninguna experiencia cultural puede prosperar sin el esfuerzo y el esmero que sólo procura la exigente rivalidad. Las cotas más altas de refinamiento conceptual y artístico siempre han surgido en los contextos de disputa e incluso de persecución. Tal vez por este motivo durante los años de la dictadura el más digno capital cultural se cultivó desde la resistencia y el exilio.

Recuerden lo que señalaba Orson Welles en El Tercer Hombre: en los treinta años de dominación de los Borgia, en medio de guerras, terror y asesinatos, surgieron Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, gozaron de amor, paz y democracia y el único tributo que ofrecieron a la historia y a la humanidad fue el reloj de cuco.

La exageración, certera como casi todos los excesos de Welles, evidencia una intuición difícilmente refutable. Los contextos hostiles motivan la elevación intelectual y artística, al tiempo que las circunstancias propicias y favorables hacen que los intelectuales orgánicos se acomoden.

Si la cultura de la transición se pareció a algún partido político fue, no cabe duda, al partido socialista. Desde la bodeguilla de Felipe hasta los manifiestos rubricados por los abajofirmantes habituales, el PSOE ha sabido distinguirse durante décadas como un partido vinculado a la cultura.

Creo, y es justo decirlo, que en sus mejores momentos el PSOE ha sabido distinguirse como un partido esencialmente ilustrado. La nómina de catedráticos de universidad, escritores, artistas o cineastas próximos al socialismo permitió construir un estado de opinión pública favorable a su sensibilidad política. Tal fue su mérito y su astucia, y quizá por este motivo resulta sorprendente la falta de estrategia y olfato con la que está desenvolviéndose en los últimos tiempos.

Esta semana hemos visto cómo desde el Ayuntamiento de Madrid se arremetía, con escaso tino y un inexistente fundamento, contra la figura y la obra de Andrés Trapiello, con motivo de una condecoración simbólica.  La censura resultaba francamente inverosímil, pues tildaba a Trapiello de revisionista cuando, precisamente, Manuela Carmena recurrió a él por ser uno de los mayores expertos en la literatura y las filiaciones ideológicas de la posguerra. Tan grosera fue la exhibición de ignorancia y sectarismo por parte de una joven concejala, con un entrenador de baloncesto intentando driblar sin éxito el desatino, que poco después tuvo que salir el Ministro de Cultura a minorar el disparate. Demasiado tarde.

El votante más identitario del PSOE, como el de cualquier otro partido, estará siempre dispuesto a disculparle a sus representantes cualquier dislate. Sin embargo, es una escena singularmente insólita la de ver a un socialista arremetiendo contra un escritor.

No es imposible considerar, al menos como posibilidad, que la dominancia cultural de la izquierda en general y del PSOE en particular esté comenzando a dar síntomas de agotamiento. El riesgo de cualquier régimen cerrado es el surgimiento de nuevas clerecías y en los últimos tiempos la izquierda cultural ha tendido a purgar a algunos de sus hijos más notables al intentar apuntalar una ortodoxia cada vez más asfixiante.

Más allá del juicio político creo que es un error estratégico.  Son ya muchos los críticos culturales que, como Víctor Lenore, empiezan a levantar acta del gesto contracultural que comienza a operarse desde ciertas posiciones legítimamente conservadoras.

Si a la izquierda se le arrebata el potencial simbólico de la rebeldía y el músculo conceptual que sólo procura la autocrítica, es muy probable que acabe perdiendo uno de los territorios donde había demostrado una incontestable hegemonía: la cultura. El affaire Trapiello no es más que un ejemplo más de cómo las letras, al igual que las guerras, también pueden perderse después de haberlas ganado.

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