THE OBJECTIVE
Ricardo Calleja

¿A qué jugamos?

«Que haya gente que mantenga las distancias para mantener la cordura es imprescindible para que las cosas no se vayan de las manos»

Opinión
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¿A qué jugamos?

Juanjo Martin | EFE

Estamos en un juego nuevo. Y las reglas son las siguientes:

Como en el juego anterior, gana quien consigue 176 diputados (o el equivalente en cada parlamento autonómico). Pero la posición de partida es que ninguno de los partidos centrales puede alcanzar esa cifra por sí mismo. Para lograrlo ambos partidos centrales necesitan el apoyo de los extremos (a derecha o a izquierda; centrífugos o centrípetos).

¡Pero eso está prohibido! Sí, y en el juego anterior era penalizado con un coste electoral decisivo. Sin embargo, en la versión actual del juego, después de la foto de Colón, sabemos que no se castiga la infracción de esta regla: es como si no hubiera árbitro. Así que no vale la pena hacer aspavientos cuando los de enfrente hacen falta. Más aún: es como si cada electorado solo siguiera el juego por la radio, y hubiera dos emisoras narrando encuentros sustancialmente distintos, de modo favorable a uno u otro equipo. Y claro: cada uno acaba escuchando la emisora que le favorece, porque le enfervorece.

Algunas pocas veces sí que ha funcionado el V.A.R. de los jueces o de la Unión Europea. Pero estos son recursos secundarios. A medio plazo su vigor está en declive ante un electorado que es insensible a la falta de respeto a las reglas de juego por parte del partido de su bando.

El voto del miedo

Aun así, la regla de no pactar con los extremos sigue formalmente vigente. De modo que, si la otra parte juega a abrirse hacia los partidos extremos -que no reconocen el consenso del 78- es posible que haya reacción en el electorado propio, en forma de movilización electoral causada por el miedo. Miedo no ya a perder esta ronda, sino a que se rompan las reglas del juego y nos encontremos en un tablero monopolizado por el contrincante.

Así pues, con este electorado, es racional azuzar constantemente la amenaza de que vienen los otros, ofreciendo pruebas de cómo han roto ya las reglas de juego: comunistas y centrífugos; fascistas y centrípetos.

La gran coalición pierde

A primera vista, otra estrategia alternativa sería sumar 176 diputados entre los partidos centrales. Parece lógico, si se quiere proteger el juego mismo; y matemáticamente resulta muy estable. Pero esto siempre tuvo penalización electoral, sobre todo desde que se hizo un cordón sanitario en torno al PP en época de ZP. Y más ahora, porque los extremos crecen si los partidos centrales se moderan. Por eso la «gran coalición» no es tampoco una estrategia ganadora si se quiere defender el juego mismo. Porque el juego debe ser una realidad vivida, un conjunto de prácticas y normas sociales vigente, no una entelequia.

De hecho, la última vez que se probó esa estrategia –la abstención del PSOE en la investidura de Rajoy con Sánchez fuera de la foto- la penalización interna fue mayor de lo esperable, y en el juego electoral se acercó seriamente el peligro del sorpasso por la izquierda. Como resultado, volvió Pedro Sánchez. En campaña, Sánchez negó que su estrategia fuera ampliar apoyos hacia la izquierda y lo centrífugo, para evitar la movilización del miedo. Pero el Congreso de los Diputados volvió a reflejar el reparto inicial de poder y las reglas de este juego: el partido central ganador necesita los extremos, sin excluir a nadie.

Claro que, al volver al ruedo, Sánchez evitó pagar el precio de su estrategia de apertura a los extremos, negándola ante el público. Últimamente ha descubierto que, si va a las claras, su electorado ya no le penaliza, y consigue a cambio el crecimiento de su extremo opuesto (Vox), lo cual debilita a su contrincante inmediato (el PP), y moviliza su propio electorado por el miedo al fascismo.

¡No es la ideología, stupid!

Del lado de la derecha, el partido central en el plano nacional (PP, Casado) ha enfatizado el carácter extremo de su partido a la derecha (Vox), para que el electorado pueda reconocer su carácter central. Aspira así a atraer electores de centro –en orfandad desde la debacle de Cs-, a evitar la agitación por parte de la izquierda, e incluso a abrirse a estrategias de geometrías variables con los centrífugos.

Pero la candidata en Madrid, atendiendo a su temperamento y a las condiciones del reparto electoral en ese territorio y a la tensión con el gobierno central, no ha temido presentar un tono y una estrategia de confrontación ante la amenaza de la izquierda («comunismo o libertad»). Eso -aún sin escorarse a la derecha en cuanto a los contenidos ideológicos de su mensaje- le ha atraído un buen porcentaje del voto de la derecha extrema sin dañarle en exceso por el centro. Esto no ha hecho sino fomentar que la derecha extrema se lance a una campaña más tensa aún, en estilo y temas. Con una estrategia similar por parte de la izquierda extrema de Pablo Iglesias.

El PSOE que presentaba candidato soso, serio y formal (que incluso suscribía poco a poco las políticas de Ayuso) ha dado un giro de 180º a sus planes. Primero, ha abrazado el pacto con la izquierda extrema –excluida por Gabilondo en un principio- y luego se ha sumado a la descalificación de toda la alternativa política como criminal (Marlaska dixit).

Moderadamente fuera de juego

Frente a este deterioro del juego, muchas personas sensatas piden rebajar el tono. En un ejercicio salomónico, descalifican los extremos de izquierda y derecha con equidad geométrica. Pero mientras no puedan demostrar que así se contribuye a facilitar una victoria electoral de fuerzas moderadas, no se puede llamar a eso una estrategia política. Es más bien un exilio. Los moderados están –literalmente- fuera de juego. Predican desde la banda, como si fueran un árbitro esgrimiendo un reglamento que hace tiempo que nadie aplica. O comentan la jugada desde las cabinas de medios, para una audiencia que no puede escucharles entre tanto ruido. Eso sí, los otros moderados no paran de retuitearles.

Que haya gente que mantenga las distancias para mantener la cordura es imprescindible para que las cosas no se vayan de las manos. Pero en esta situación, lo decisivo es que en el campo haya jugadores que entiendan la coyuntura, dejen de mirar al árbitro alzando los brazos ante cada zancadilla, y metan goles. Más aún, que se hagan respetar por el adversario, sabiendo devolver los codazos con esa contundente contención que se traduce en un: «No nos vamos a hacer daño, ¿verdad?». Porque solo estos mantienen en vida el juego, garantizan el espectáculo a las radios, evitan que ganen los violentos, y hacen que el contrincante comprenda que interesa volver a jugar con árbitro.

Claro que los moderados no pueden dejar de escandalizarse cuando ven que alguien da patadas en la espinilla, vengan de donde vengan. Pero es que los dilemas morales del momento político no se resuelven universalizando la splendid isolation.

PS: Nótese que califico de «extrema» a la izquierda y a la derecha en términos de espectro electoral, no valorativos. La simetría del terreno de juego y en el comportamiento de los extremos de ambos lados no es una descripción exacta de la realidad. Pero describir esas diferencias es parte del juego por movilizar a los propios y paralizar a los ajenos. Así que no debo tomar partido aquí.

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