THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Por un ecologismo de derechas

«Los humanos no somos nunca entes aislados en nuestra soledad o en nuestro egocentrismo: pertenecemos en buena parte a los nuestros, tanto nuestros mayores como nuestros menores»

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Por un ecologismo de derechas

Claudio de Lorena | National Gallery de Londres

Si nos hablan hoy de defender el medioambiente, es probable que la primera imagen que nos venga a las mientes sea la de una adolescente de ceño fruncido y mirada irritada, que barbotea agrias regañinas a sus mayores. Greta.

«¿Cómo os atrevéis?… No quiero que conservéis las esperanzas, quiero llenaros de pánico; que sintáis el miedo que yo sufro todos los días… Por favor, guardaos para vosotros vuestros elogios: no los queremos… Me habéis robado mis sueños y mis esperanzas con vuestras vacuidades… Si realmente entendéis la situación y no actuáis, es que sois malvados… No os perdonaremos… La gente se está muriendo, ecosistemas enteros están colapsando».

Este artículo al que el amable lector tiene la cortesía de brindar su atención está escrito a contracorriente en dos sentidos. El primero es que vamos a preconizar en él un tipo de ecologismo diametralmente opuesto al que exhibe el malhumor de la citada niña. De hecho, mientras Greta Thunberg y todos los que la arropan (apoyos del peso de la ONU, la Comisión Europea o el papa Francisco) inciden en reprocharles cosas a las generaciones precedentes, aquí vamos a proponer que la defensa del medioambiente debería basarse más bien en un respetuoso agradecimiento ante esas generaciones.

También camina contra corriente este texto en otro sentido que ya su título revela. Vamos a defender un ecologismo que no es de izquierdas. Esto puede sorprender especialmente en España, donde desde hace décadas el movimiento ecologista (como tantos otros) está monopolizado por posturas izquierdistas o incluso ultraizquierdistas, que adhieren a su interés por el medioambiente toda suerte de ensueños anticapitalistas, ilusiones estatalistas o quimeras vegano-feminista-animalistas. De hecho, es probable que los dos rasgos que estamos subrayando del ecologismo mayoritario, su rabia estilo Greta y su izquierdismo, se hallen vinculados: la izquierda suele plantear como lucha o ruptura lo que los liberales y conservadores, más sosegados, preferimos abordar como reforma o evolución.

¿Es posible una defensa de la naturaleza que no sea socialista, estatalista, izquierdista? Esta duda solo nos atribulará si hemos olvidado las enseñanzas que nos proporcionó hace 31 años la caída del Muro de Berlín; y, de entre esas enseñanzas, las más difíciles de arrinconar, pues sus dolorosos efectos aún nos afligen. En efecto, los desastres ecológicos con que asolaron la Tierra las economías más estatalizadas (la URSS y sus aliados ayer, China o Corea del Norte hoy) superan todo lo siquiera vislumbrado en Occidente. El mar de Aral, el río Techa, el lago Karachai, el incendio forestal del Dragón Negro, Geamana, el río Fen… son solo los hitos principales de una luenga lista de catástrofes socialistas, de las que seguramente la más famosa sea Chernóbil.

Una reciente serie de televisión sobre este último accidente nos recordaba, además, que ese trágico historial de agresiones a la naturaleza por parte de las economías planificadas resultaba previsible. Cuando las burocracias estatales ocupan más y más espacio, no le queda sitio a la sociedad civil para oponerse a sus designios, por muy destructivos para el medioambiente que estos sean. Cuando el Estado es a la vez el que explota los recursos naturales y el único que podría legislar para impedir ahí excesos, nadie está en situación de obligarle a imponerse límites que no quiera. Incluso las víctimas de los citados desastres no tienen otra opción que resignarse.

¿Significa esto que el otro gran modelo socioeconómico del siglo XX, el libre mercado, haya sido perfecto en su gestión del medioambiente? Sería absurdo pretender tal cosa; y justo por eso nos hace falta un movimiento ecologista, sí, pero uno que haya aprendido de las experiencias sovietizantes que dar más y más poder a burocracias centralizadas está lejos de ser una solución. Y que resulta indiferente si esa burocracia central e irresponsable ante sus ciudadanos se llama Politburó u ONU, si se halla en Moscú o Nueva York, si tiene ideología marxista o ideas woke. No hay que buscar en ningún suprapoder burocrático una alternativa a nuestros Estados de derecho para abordar los problemas medioambientales; hay que buscar un complemento a nuestros Estados de derecho para que resulten más eficientes en términos medioambientales.

¿Y qué es eso que les falta, que nos falta? Fijémonos, ante todo, en algo que suelen olvidar muchos movimientos ecologistas de izquierda: la batalla a favor del medioambiente no es una guerra de empresas (malvadas) frente a ciudadanos (bondadosos). Aunque muchas de las grandes catástrofes ambientales hayan sido protagonizadas por multinacionales, el día a día de la contaminación, de la eliminación de ecosistemas, de la generación de residuos no es ni mucho menos cosa exclusiva de las megacorporaciones. Tomemos como ejemplo la contaminación del aire por óxido de nitrógeno en Madrid: sus tres principales causas son el tráfico rodado, el aeropuerto y los sistemas de climatización de sus edificios. Es decir, se trata de tres fuentes de polución en que el papel del ciudadano de a pie (cuando viaja en coche o en avión, cuando calienta o enfría su casa) es mayoritario.

Por lo tanto, no habrá una política ambiental eficaz si no se consigue que seamos los individuos concretos los que nos comprometamos con ella: tanto a la hora de comportarse de modo respetuoso con el medioambiente, como a la hora de promover políticas concretas que lo favorezcan. Al final habremos de ser los votantes quienes, en una democracia, deberemos apoyar cambios en nuestra vida cotidiana (en nuestros desplazamientos, en nuestro turismo, en nuestras calefacciones, en nuestras basuras…). Y necesitaremos, consiguiente, un estímulo para votar a favor de esos cambios y, luego, adoptarlos.

¿Cuál puede ser ese estímulo?

Es aquí donde una mentalidad conservadora podría recurrir a uno de los numerosos legados de nuestra civilización occidental que hoy estamos olvidando; esa civilización que, en contra de lo que hoy a menudo defiende la izquierda, no es la culpable de todos los males de la Tierra, sino una fuente inagotable de sabiduría. Estoy pensando en concreto en la virtud romana de la pietas.

La pietas para los romanos era una virtud que consistía en hacer todo lo contrario de lo que tanto le gusta hacer a nuestra pequeña Greta. En vez de mirar a nuestros mayores y demás generaciones pasadas embargados de enfado y reproches, para un romano era importantísimo darse cuenta de lo contrario: nuestra inmensa deuda de agradecimiento hacia cuantos nos han precedido, así como nuestras obligaciones hacia las que vendrán. Los humanos no somos nunca entes aislados en nuestra soledad o en nuestro egocentrismo: pertenecemos en buena parte a los nuestros, tanto nuestros mayores como nuestros menores. Y son unos y otros los que nos estimulan a cumplir muchos de nuestros deberes.

Para los romanos, bien es cierto, esta pietas no tenía un componente ecológico especial; al fin y al cabo, el medioambiente no constituía para ellos un problema. Pero hoy no podemos sino contemplar esa antigua virtud romana con esa faz ambientalista. Un buen estímulo para conservar la naturaleza es saber que casi todo lo que nos rodea es una herencia de nuestros antepasados, herencia que será honorable que transmitamos, al menos, como nos fue entregada. En sociedades como las nuestras, en que la democracia ha acostumbrado a sus ciudadanos a reclamar solo más y más derechos, la pietas nos recuerda que también tenemos deberes. Y no solo ante los vivos, como querría una visión miope; no solo ante los hoy votantes, como le preocuparía a un político ambicioso; sino asimismo hacia los muertos o los aún por nacer. Aunque ni unos ni otros estén aquí para reprocharnos nada a la cara.

Esa experiencia de pietas, de deberes ante las demás generaciones, la han sabido vivir espontáneamente nuestros congéneres durante milenios. Ahora bien, hoy que se está perdiendo el recuerdo de este tipo de virtudes, es necesario esforzarse por conservarla. Por eso hace falta ser conservadores aquí. No es un mero juego de palabras: ese conservadurismo nos permitirá ser conservacionistas. No será ya solo una ley impersonal la que nos obligará a ello: será también una deuda moral. ¿Cómo puedes destruir los paisajes, las aguas, el aire y las especies que tantas generaciones pasadas supieron legarte? ¿Cómo puedes ser tan cruel con tus congéneres del futuro como para privarles de todo ello? Incluso cuando los daños ambientales beneficien a una parte de nuestros contemporáneos (y del electorado), el conservador sabrá relativizar ese beneficio: sentirá el deber moral de pensar también en los que no votan porque ya murieron o no nacieron aún.

Ahora bien, a veces pensar en nuestros antepasados o nuestros descendientes puede resultar un tanto parroquiano: solo me preocupan mis antepasados concretos, solo mis hijos y nietos. Al fin y al cabo, el sentido de la pietas romana era ese; como mucho se extendía hasta las fronteras de tu propia nación. No obstante, muchos de nuestros retos ecológicos exigen hoy una perspectiva más global que aquella que puedes contemplar desde el campanario de tu pueblo. Por este motivo convendría dar un paso más y complementar la pietas romana con el sentido que adquirió esa misma palabra en el cristianismo posterior: una virtud que ya no se extiende solo hacia los tuyos. O, mejor dicho, que considera de algún modo «tuyos» a todos los humanos.

La pietas o piedad cristiana no solo es más universal que la romana; también nos invita a mirar hacia todo lo vulnerable, todo lo herido, todo lo mortal que tengamos alrededor. Pues todo ello nos exige un cuidado especial. Y hoy también la naturaleza está, en muchos casos, herida: no parece inapropiado, pues, dirigir también hacia ella nuestros cuidados piadosos.

Una adecuada combinación de pietas romana y pietas cristiana, de esas dos fuentes de nuestra civilización que son Roma y Jerusalén, parece pues prometedor bagaje para enfrentarnos a los retos ambientales de nuestros días. Sin la pietas romana, sin la ligazón a los míos y a lo mío, correríamos el riesgo, bajo la excusa del ecologismo, de delegar todo el poder en oenegés globalistas u organizaciones internacionales; en burocracias que, como las de la economía socialista, no tendrían ante quién rendir cuentas y, por tanto, seguramente no resultarían demasiado eficaces en pro del medioambiente, sino solo en pro de su propia supervivencia.

Ahora bien, sin la otra pietas, la cristiana, nos pondríamos una venda en los ojos ante la redondez de nuestro planeta, donde muchos de sus problemas ignoran las fronteras, y donde por tanto a menudo hay que preocuparse por lo que queda más allá de tu nación. Un buen conservador y conservacionista debería cultivar y enseñar ambos sentidos de la pietas, pues. Confiemos en que, cuando Greta Thunberg por fin vuelva al colegio, sea este uno de los términos que le enseñen en clase de Latín.

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