THE OBJECTIVE
Alexandra Gil

La cajera sin voz y el chico de los recados

«Me pregunto si el éxito de aplicaciones como Deliveroo o Glovo no es sino el reflejo de esta nueva adicción a no mirarnos a los ojos»

Opinión
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La cajera sin voz y el chico de los recados

Mi madre y yo tenemos la sana costumbre de ponernos al día con un chocolate caliente en una cafetería que hace esquina no muy lejos de mi casa. Lo hacemos desde siempre, cada vez que vuelvo a mi tierra, a Zaragoza. En ese local, concretamente, llevamos arreglando el mundo desde que abrió sus puertas hace seis años. Solo tiene cinco mesas y una vitrina con bollería, pero al común de los mortales suele bastarle con eso y una buena compañía. Hasta el mes de diciembre, la cafetería tenía dos dependientas: una servía el café, la otra cobraba a los clientes. Esta última Navidad, después de darle una vuelta completa a la política española y parte de la francesa, pedimos la cuenta. La joven que nos había servido los chocolates señaló a un armatoste negro en el que yo no había reparado al entrar. “Yo os saco la cuenta y vosotras pagáis metiendo el dinero ahí”, nos dijo. “Yo ya solo pongo los cafés, la cajera ahora es ella”. Miré alrededor. Por ella quería decir eso. La otra dependienta se había volatilizado. La cajera de carne y hueso era ahora un burdo intento de máquina tragaperras, un aparato sin ojos, ni brazos, ni voz, ni buenos días.

Regresé a aquel café esa misma semana, y comprobé que lo que los clientes vivieron el primer día con cierto recelo se había convertido, en un abrir y cerrar de ojos, en una nueva rutina. Aprendemos rápido, pero en eso de olvidar todavía somos más veloces. La segunda o tercera vez que las mujeres de mi barrio hicieron uso de aquella cajera sin voz, ya se habían acostumbrado a la ausencia de la real. Una vez fuera, miré el interior de la cafetería a través de la enorme vitrina y comprendí que aquella desaparición fortuita respondía a una tónica general y no afectaría demasiado a quienes, sentados en parejas o en grupos, no se dirigían una sola mirada. Les venía justo para alcanzar a atrapar la taza de café sin retirar la vista más de una milésima de segundo de sus pantallas y me pareció estar presenciando las fotografías del artista Eric Pickersgill. En su interesante proyecto Removed captura episodios de la vida cotidiana, retocando las imágenes para eliminar únicamente los smartphones de sus protagonistas. El resultado es espectral: familias de cinco miembros absortas en la nada, parejas mudas, miradas perdidas.

Me acordé entonces de la queja de un amigo español en París, que en su día encajé con una carcajada. Hoy me causa una profunda tristeza. “Aquí es imposible conocer a una chica hablando. Entras en las discotecas y la gente está en Tinder. En la misma pista de baile. ¡Pero si yo estoy aquí al lado!”, me contaba con los brazos en alto.

De cuerpo presentes, sí. Pero nada más.

Me pregunto si el éxito de aplicaciones como Deliveroo o Glovo, además de responder a la comodidad de quien se sabe sedentario y lo defiende con un oportunista discurso del progreso tecnológico, no es sino el reflejo de esta nueva adicción a no mirarnos a los ojos. La primera persona que me habló de esta app hace más de un año me argumentó que era muy práctico, porque en una ocasión había olvidado la cartera y “el chico” fue a su casa, su mujer abrió la puerta y la trajo en un tiempo récord.

Vaya. ¿Cómo afrontaríamos tal hazaña en tiempos remotos? ¿Volveríamos a casa? ¿Pediríamos a nuestro compañero de trabajo 10 euros prestados para comer? ¿Quedaríamos con nuestra pareja a mitad de camino?

Mientras me hago estas preguntas, recuerdo el extraordinario monólogo con el que el personaje de Muriel, la matriarca de la familia Lyons, recrimina a sus nietos su responsabilidad individual en un mundo deshumanizado y alienado. “Vi cómo todo iba mal desde el principio. Reemplazaron a todas aquellas mujeres por máquinas automáticas”, lamenta la más sabia de Years and years. Esta ficción no tan distópica nos catapulta al más cruel de los individualismos: el de una pasividad asumida ante cambios que no nos repercuten personalmente. Allí, en esos silencios cómplices habita, probablemente, un deseo disfrazado de tendencia en un mundo hiperconectado: el de no tener que mirar a los ojos a otro ser humano. Como los de aquella mujer a la que, un buen día, en un recóndito café de Zaragoza, la vida transformó en objeto.

“Cuando [las máquinas] aparecieron por primera vez, ¿te fuiste?”, insiste la abuela Muriel a su nieta. “¿Escribiste cartas de reclamación? ¿Compraste en otro lugar? No. Resoplaste y lo aguantaste. Y ahora todas esas mujeres se han ido. Y nosotros dejamos que ocurriera”.

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