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Economía

Por qué sigue habiendo comunistas a pesar de todas las atrocidades que han perpetrado

Una doctrina inmune a los desmentidos de la realidad, que se basa en un libro que casi nadie ha leído y que se alimenta de los defectos ajenos. ¿Quién da más?

Por qué sigue habiendo comunistas a pesar de todas las atrocidades que han perpetrado

Cuando a Pablo Iglesias le plantearon en la SER: «¿Comunismo o libertad?», respondió tras un breve titubeo: «Comunismo, ¡qué cojones!».

«¿A qué atribuyes la popularidad del comunismo, a pesar de todas las atrocidades que en su nombre se han cometido?», le planteaba la otra tarde un liberal a otro liberal en un acto público.

La respuesta del interpelado giró en torno al colosal aparato propagandístico de la izquierda, y es cierto que el capitalismo ganó la Guerra Fría, pero perdió la historia de la literatura y su imagen ha quedado indisolublemente ligada a las miserias que refieren en sus novelas Dickens y Zola o Dostoievski.

Atribuir el éxito de Marx a una hábil operación de mercadotecnia me parece, sin embargo, una interpretación parcial y, sobre todo, poco liberal. Si suponemos que estamos rodeados por unos débiles mentales que se dejan seducir por cualquier demagogo, asumimos tácitamente la premisa central del autoritarismo: la gente no sabe lo que quiere y debe ser sojuzgada por su propio bien.

Razones para ser socialista

Reconozcamos que hay buenos motivos para ser antiliberal. De hecho, ha sido la norma durante la mayor parte de la humanidad. Como escribe Karl Menger, el monopolio es «lo más antiguo y primigenio», y tiene mucho sentido. ¿Cómo va a surgir algo positivo de las decisiones que unos mercaderes avaros y egoístas adoptan con el único fin de satisfacer sus vanos e insaciables deseos? La mano invisible de Adam Smith y el orden espontáneo de Friedrich Hayek son totalmente contraintuitivos. Desde por lo menos Platón se ha considerado que, para que las cosas salgan como es debido, hace falta una eminencia gris coordinándolo todo. Todavía a finales del siglo XX a los funcionarios soviéticos les costaba entender el sistema occidental de distribución. «Dígame», consultó uno de ellos con absoluta seriedad a un economista británico, «¿quién se encarga del suministro de pan para la población de Londres?» «La pregunta», observa Tim Harford, «es cómica, pero la respuesta (“Nadie”) resulta perturbadora».

También conviene considerar que, durante mucho tiempo, la evidencia disponible fue poco concluyente, y no me refiero a los primeros tiempos de la Revolución industrial. Cuando el 12 de abril de 1961 Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre en viajar al espacio exterior, el New York Times se preguntó si Estados Unidos no iba «por detrás militar y tecnológicamente». Entre no pocos académicos empezó a cundir la sospecha de que quizás el comunismo fuese, después de todo, un modo de organización más eficaz. El PIB soviético crecía a finales de los 50 a tasas tan vertiginosas que, como cuenta en sus Memorias, Nikita Jruschov decidió dejar de «interferir en los asuntos internos de otras naciones», es decir, de exportar la revolución. Le parecía innecesario. «El socialismo», declararía en 1959, «sucederá inevitablemente al capitalismo».

Finalmente, mientras el programa marxista «promete realizar los sueños y viejos deseos de la humanidad» (Ludwig von Mises), el liberal nunca ha ocultado su incapacidad para implantar el paraíso a la tierra. Ofrece humildes recetas para construir lo que Isaiah Berlin llama «una sociedad decente», algo bastante «insulso» que «no es el tipo de propuesta por la que el joven idealista estaría dispuesto a luchar».

La contrarrevolución

Todos esos argumentos pudieron, no obstante, ser válidos hace décadas. Hoy está sobradamente acreditado que el mercado es el sistema más eficaz de asignar recursos. La evidencia práctica es, asimismo, abrumadora: el libre comercio ha impulsado los niveles de bienestar a cotas desconocidas en todo el planeta. En cuanto al proyecto sugestivo de vida en común, decenas de libros han documentado las atrocidades perpetradas para alcanzar la (por lo demás, decepcionante) sociedad sin clases. ¿Cómo es posible que quede quien la promueva?

En su Memoria del comunismo, Federico Jiménez Losantos cuenta que «nunca importó la verdad (que se supo desde el principio) sobre la naturaleza genocida del comunismo en Rusia». Gorki, Malraux, Gide, Dos Passos, Hemingway, Dashiell Hammet y «tantísima gente ilustrísima e inteligentísima» estaban «casi todos al cabo de la calle de lo que pasaba en Moscú».

Y fue eso paradójicamente lo que hizo su convicción más inquebrantable.

Salto de fe

Joseph de Maistre, el contrarrevolucionario francés del siglo XIX, ya advirtió que las únicas cosas que duran son las irracionales, y citaba el caso de la monarquía. ¿Por qué un rey sabio habría de tener un hijo sabio? Se trata de una suposición absurda y fácilmente rebatible. Tampoco el matrimonio indisoluble resiste el menor análisis. ¿Por qué dos personas que se sienten atraídas en un momento dado deben guardarse fidelidad eterna? Aunque el amor libre parece un arreglo más sensato, se ha desmoronado allí donde ha intentado instaurarse, igual que se ahogaron en un baño de sangre los sucesivos regímenes que alumbró la Revolución francesa, avalada por las impecables credenciales del pensamiento ilustrado. «Todo lo que es edificado por la razón», concluye Maistre, «puede ser demolido por la razón». Solo lo absurdo resiste su acción corrosiva.

Y una vez que una creencia ha arraigado, los desmentidos de la realidad dejan de afectarle. Al contrario, sostiene Emmanuel Carrère: «tienden a reforzarla». El escritor francés cuenta en El Reino que los tesalonicenses abrazaron la doctrina de Cristo por su promesa de vida eterna. San Pablo les garantizó que su materialización era inminente. «Lo veréis muy pronto», les dijo. «Ninguno de vosotros morirá sin haberlo visto».

Así que cuando uno de ellos falleció y el Mesías no compareció, los más razonables se dieron de baja. Pero la mayoría pensó que no podían abandonar al primer contratiempo. Era una prueba de Dios, para separar a los tibios de los auténticos creyentes. La fe así reafirmada se liberó de las cadenas de la lógica y, a partir de ese instante, se volvió invulnerable.

En el caso del comunismo, ese salto crítico se produjo, según Jiménez Losantos, con «los procesos de Moscú del 37». Entonces, los militantes «en el banquillo, en la URSS o en cualquier país del mundo, desechan su idealismo y aceptan conscientemente que todo lo que […] Stalin dice es mentira, pero que deben respaldarlo».

La misma magnitud de las denuncias jugaría a su favor. Sucedió igual con el Holocausto. Era tan inverosímil que, hasta los juicios de Núremberg, los testimonios de los escasos supervivientes de los campos de exterminio «se descartaban con incredulidad» y se consideraban meros «embustes con fines políticos».

Y no olvidemos el aliento que prestan al comunismo las crisis que periódicamente padecen las economías de mercado. En octubre de 2008, después del colapso de Lehman Brothers, se dispararon las ventas de El Capital, cuya leyenda se agiganta con cada lector que no tiene.

La verdad y la tribu

Una doctrina inmune a los desmentidos de la realidad, que se basa en un libro que casi nadie ha leído y que se alimenta de los defectos (innumerables) del capitalismo. Como fórmula de captación es imbatible, pero queda su último y definitivo encanto: el monopolio marxista de los buenos sentimientos. «Hay que juzgar el comunismo por sus intenciones y no exclusivamente por sus actos», pontificaba Jean-Paul Sartre en los años 50.

Da igual que Lenin y Trotski, Stalin y Mao, Pol Pot y Kim Il-Sung hayan perpetrado los crímenes más abyectos. Lo han hecho por una causa admirable y esto actúa como un imán. Aunque somos seres racionales y nos importa la consistencia de las opiniones que decimos, somos igualmente animales sociales y nos preocupa lo que las opiniones dicen de nosotros. Nos convertimos al cristianismo o al marxismo porque sus argumentos nos convencen, pero también porque nos halaga el prestigio que reportan y buscamos la aprobación de nuestro entorno. Y si la realidad y su representación discrepan, no siempre rectificamos la representación.

El psicólogo de Yale Dan Kahan realizó el siguiente experimento. Cogió la grabación de una algarada ante un edificio no identificado y se la mostró a un grupo de estudiantes, pero a unos les dijo que era una manifestación provida y a otros, que eran gais indignados contra la ley del Ejército que prohibía revelar la orientación sexual. Luego les pidió que valoraran si les había parecido un acto pacífico y los comentarios se alinearon desalentadoramente con la ideología. Los conservadores juzgaron intachable lo que pensaban que había sido una reacción ante el crimen de bebés inocentes y los progresistas formularon una opinión similar sobre la marcha de los homosexuales. Por el contrario, los conservadores que creían que eran gais protestando y los progresistas a los que les contaron que era una manifestación provida llegaron a una conclusión muy diferente: se trataba de iniciativas violentas e incívicas, que obstaculizaban el derecho a la libre circulación.

Las ideologías nublan nuestro entendimiento y la explicación de Kahan es que prestamos tanta atención a la verdad como a la aceptación de la tribu. Hoy nos sorprende que Jean-Paul Sartre pudiera declarar que «el ciudadano soviético disfruta [con Stalin] de una libertad de crítica absoluta», pero en la Francia de la Guerra Fría los anticomunistas sufrían un acoso feroz y era mucho más prudente «estar equivocado con Sartre que tener razón con [Raymond] Aron».

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