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Los Mbappé del golf(o)

El fondo soberano saudí rompe el statu quo del golf mundial con un circuito que cubre de oro a los jugadores. El golpe responde a una estrategia de diversificación de su economía y una nueva geopolítica del deporte

Los Mbappé del golf(o)

LIV Golf (Twitter)

El golf, claro, les faltaba el golf. Aunque suena algo paradójico, por no decir estrafalario, en un clima tan poco propicio al césped como el Golfo Pérsico. Cualquiera diría que para que el golf prospere ahí hace falta algo más que una «o», con perdón por el chiste fácil. Pero no seamos superficiales. Lo importante hoy en día es lo que fluye bajo el suelo, y debajo de esa parte del mundo hay bastante petróleo. Por encima, quienes lo extraen se parapetan en regímenes con bastantes déficits en temas de derechos humanos, al menos desde la perspectiva de la parte del mundo compradora de petróleo. Esta (nosotros, básicamente) prefiere no mirar demasiado, y aquella (por ejemplo, Catar o Arabia Saudí) le ahorra el mal trago comprando lujosas cortinas en forma de, por ejemplo, eventos deportivos. Los expertos incluso han creado un concepto ad hoc, el sportwashing. Pero ojo, aunque no debamos desdeñar los atractivos de esta diplomacia del soft power, la OPA paulatina de los reyes del petróleo al deporte profesional responde también a una estrategia inversora de diversificación. El petróleo no va a durar eternamente… y/o no lo vamos a necesitar eternamente. No se trata, por lo tanto, de jugar al golf en el desierto, sino de comprarlo con el dinero que da lo que hay debajo del desierto… para vendérnoslo envuelto en un bonito paquete.  

Pero vayamos al último caso concreto. Cuando en España aún nos supura el secuestro dorado de Mbappé por los cataríes del PSG, el mundo asiste atónito a otro golpe de mano. El fondo soberano de Arabia Saudí creó el año pasado la LIV Golf Super Golf League, un proyecto liderado por una leyenda como Greg Norman con un calendario, el LIV Golf Invitational Series, de ocho torneos y 255 millones de dólares en premios. A los jugadores se les hizo la boca agua. La semana pasada se disputó el primero en el Centurion Golf Club de Londres. Obviamente, a las organizaciones que detentan (hasta ahora) el poder en el golf no les ha hecho ninguna gracia la aparición del intruso, y presionan a los jugadores para evitar una emigración parecida a la de Neymar, Messi o Mbappé. La reacción ha sido altisonante porque a los saudíes quizás se les haya ido la mano con el órdago; en vez de ir añadiendo torneos sueltos –sería el equivalente a comprar clubes de fútbol que ya compiten en ligas establecidas–, han creado de la nada un circuito hipercompetitivo que pone en evidencia a los actuales –algo así como la Superliga que intenta montar Florentino Pérez en el fútbol.

Para conocer realmente qué callos están pisando los saudiés, tenemos que bucear un poco en la historia del golf. Con orígenes perdidos en la más ancestral historia escocesa, la Gran Bretaña de la Revolución Industrial lo adoptó a mediados del siglo XVIII para su visión aristocrática del ‘sport’. De entonces son las primeras asociaciones oficiales, de nombres tan significativos como The Royal and Ancient Golf Club of St Andrews. Cuando la industria aceleró al capitalismo y EEUU dio otra vuelta de tuerca, el golf se sumó a la fiesta. Su popularidad alcanzó el epítome más simbólicamente estrafalario en 1971, cuando el astronauta Alan Shepard se jugó su carrera metiendo de matute un palo de golf en el cohete Apolo XIV para dar un par de golpes en la Luna. Lógicamente, tal locura merecía un sector bien profesionalizado para sacarle todo el rendimiento. Los organizadores de eventos se dieron cuenta de que la gente estaba dispuesta a pagar por ver jugar a los mejores y las marcas necesitaban ídolos que le dieran densidad a su oferta de palos, bolas, ropa… Además, la industria del lujo descubrió un filón en un deporte ya de masas, pero con un toque de exclusividad aún colgando de los flecos.

Poco a poco se fueron creando circuitos en los que competían jugadores cada vez más competitivos. Las cantidades de los premios y los contratos de patrocinio fueron elevando la temperatura y uno de los circuitos demarró hasta alcanzar la supremacía: el PGA Tour, organizador de los principales torneos norteamericanos, con interesantes expansiones en Latinoamérica y China, y la Ryder Cup, una especie de Copa del Mundo oficiosa. En paralelo había ido creciendo su versión europea, el PGA European Tour. Aunque cuenta con un prestigio importante, ha ido siempre (y sigue yendo) por detrás en ingresos, por lo que los jugadores lo ven más como una alternativa o, sin más, una lanzadera hacia el americano. De hecho, la mayoría de la élite europea se afinca en EEUU e incluso inicia allí sus carreras, aprovechando el trampolín del deporte universitario (es el caso de nuestro Jon Rahm, el vizcaíno de Barrica que se curtió jugando para los Sun Devils de la Arizona State University).

Ambos circuitos han desarrollado a lo largo de los años un complejo sistema de puntuación que certifica el estatus de los jugadores, fundamental para los jugosos contratos de patrocinio, y su acceso a las diferentes gamas de torneos. Y ahora los saudíes amenazan con desbaratar este ecosistema con su nuevo invento. El primer torneo, el de la semana pasada en Londres, lo han disputado 48 jugadores, los que se han atrevido a desafiar al poder establecido aceptando la invitación de los árabes. Jugaron tanto individualmente como por equipos de cuatro armados por los organizadores a su (comercial) criterio. El ganador individual, con un premio de cuatro millones de dólares, ha sido el sudafricano Charl Schwartzel, que además forma parte de los Stingers GC, ganadores de la modalidad por equipos: tres millones a repartir entre sus cuatro componentes. O sea, que el amigo Schwartzel ha terminado con 4,75 millones en la cartera. El resto tampoco se va de vacío: el último de la prueba individual se lleva 120,000 dólares. Quedan otros seis torneos con las mismas cifra, y otro más, la final, que solo se jugará por equipos y repartirá un extra de 50 millones. 

Problema: los torneos no suman puntos en los circuitos tradicionales, con lo que los jugadores podrían perder puestos en el ránking mundial oficial y la oportunidad de acceder a torneos con un prestigio consolidado. Los árabes lo compensan como suelen, con más dinero. LIV ha firmado contratos individuales con algunos nombres potentes para que ingresen pase lo que pase en el campo, y ofrece un ránking propio con sus torneos que premiará al final de la temporada con 18 millones al primer clasificado, ocho al segundo y cuatro al tercero.   

Ante semejante poderío, los representantes del antiguo régimen han puesta en marcha las defensas de su sistema inmune. Para empezar, han hecho causa común con las televisiones, que ya habían hecho una inversión comprando los derechos de los torneos de toda la vida. Ninguno de los canales tradicionales se ha dignado a retransmitir el torneo LIV de Londres. Pero el antiguo poder de los grandes grupos se desvanece en la infinita oferta que ofrece la nueva tecnología: el canal por streaming DAZN, los clásicos de estos menesteres como YouTube y Facebook, o incluso el mismo servicio web de LIV han tomado la alternativa. No se puede poner puertas al campo.

En realidad, la defensa del actual estatus quo sabe que se lo juega todo en la batalla por la materia prima del negocio: los jugadores. Tras tiras y aflojas superpobladas de amenazas, el PGA Tour ha expulsado a 17 de sus miembros por apuntarse al LIV, entre ellos el español Sergio García, y ha dejado claro que tampoco invitará a sus torneos a no miembros que jueguen con los saudíes. A los afectados no les tiembla el pulso. Han echado cuentas y van a ganar más dinero jugando menos. Los saudíes, mientras, se postulan como libertadores, asegurando que su sistema ha abierto una era de agentes libres en la que los mejores golfistas no tendrán que peregrinar por los laberínticos y largos torneos que la PGA les obligaba a sufrir a cambio de ir a los que de verdad valen la pena. 

Entramos de lleno, por lo tanto, en la retórica de lo que algunos llaman soft power, la diplomacia basada en influencia sociocultural, y otros más escépticos directamente sportwashing, o el uso del tirón del deporte para lavarle la cara a regímenes poco presentables. El mundo académico lleva tiempo analizando el fenómeno con más calma que la prensa. Simon Chadwick, por ejemplo, de la Emlyon Business School de Paris, publicó en enero en ‘European Sport Management Quarterly’ un artículo traducible como «De la gestión utilitarista y neoclásica del deporte a una nueva economía geopolítica del deporte». Básicamente, nos pide que dejemos de ser ingenuos y empecemos a introducir en el análisis del fenómeno deportivo los intereses de los diferentes estados soberanos. 

Quienes tienen dinero ahora, contante y sonante, quieren para el futuro influencia… que se convertirá en el dinero contante y sonante del futuro. Los árabes lo saben. En 2014, Ahmad Alghamedi, publicaba en 2014 en  ‘Journal of Global Business Issues’ el artículo «Arabia Saudí se enfrenta al reto de la falta de diversificación», un ejemplo de las múltiples advertencias ante la posible complacencia en un presente boyante gracias al dinero fácil del petróleo. Ya en 2017 se podía leer en la revista académica ‘Soccer and Society’ un título tan sugerente como «El balón puede ser redondo, pero el fútbol se está volviendo cada vez más árabe: dinero del petróleo y nuevo orden futbolístico», de Salma Thani. Por supuesto, el deporte no es el único sector implicado en esta diversificación, ni mucho menos el más importante. Pero, además de facturar cada vez más, cuenta con un importante valor simbólico para el imaginario colectivo. Ya dominan otro de los escenarios en el que actúan los héroes de la mitología moderno. ¿Qué será lo siguiente? 

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