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Una laboriosa historia de amor

«Desde el primer momento que llegó a la capital francesa, con su larga cabellera y su camiseta sin mangas, Nadal se enamoró de Roland Garros, el primer torneo mundial en tierra batida»

Una laboriosa historia de amor

reuters

La historia empezó en 2005. Un joven tenista de pelo largo y rostro medio cobrizo, mallorquín y apellidado Rafael Nadal Parera, ganaba su primer Roland Garros, con apenas 19 años. La famosa Copa de Los Mosqueteros. El público de la pista central, la Philippe Chatrier, aplaudió el triunfo educadamente. Pero Rafa no iba a ser el niño mimado de París. Al contrario. Todos los elogios, toda la admiración estaban destinados para ese caballero de la raqueta llamado Roger Federer, cinco años mayor que el español y de nacionalidad suiza, con quien por cierto, pese la rivalidad, Nadal ha terminado siendo gran amigo.

Los parisinos pasan por ser personas arrogantes, un tanto huraños y distantes con el forastero. Se entregan al amor, naturalmente, pero no lo ofrecen abiertamente. Si encima el pretendiente no es francés y es meridional, las dificultades se acrecientan. Desde el primer momento que llegó a la capital francesa, con su larga cabellera y su camiseta sin mangas, Rafa Nadal se enamoró de Roland Garros, el primer torneo mundial en tierra batida. Le entusiasmó el ambiente y la historia. Sabía que antes que él, el nombre de otros tenistas españoles había sido grabado en la Copa de los Mosqueteros como el de Santana, Gimeno, Bruguera, Ferrero o Arancha Sánchez Vicario.

Él se entregó desde el primer momento al público. Se ofreció a ellos, les hizo ver que su tenis, aún siendo distinto del que mostraba el maestro Federer, menos estilado y más musculado, podía hacerles también disfrutar. Pero no. Ellos sabían que el joven español se sentía atraído y por eso se lo ponían cada vez más complicado en todas las ediciones que participaba. Le hacían sufrir por descubrir abiertamente sus sentimientos. Aplaudían sus victorias por educación, pero tan pronto podían se alegraban cuando fallaba un punto, un juego o un partido. Bueno, partidos, el muchacho sólo perdió tres de los 115 que ha jugado hasta la fecha en Roland Garros. 

Cuando se enfrentaba a Federer, el público se decantaba por el suizo sin rubor y en alguna jugada fallada hasta le silbaban. Un momento importante fue su derrota en octavos de final en 2009 frente a un desconocido sueco, Robin Soderling, un huraño tenista que tuvo que poner fin a su carrera al enfermar de mononucleosis. Un tipo poco querido en el circuito. Esa tarde de mayo la gente de la Philippe Chatrier reprimió mal su júbilo. El pequeño y osado rey zurdo iba a probar el cáliz amargo de la derrota. El jovencito español hincaba la rodilla. ¿Pero qué pensaba Nadal? ¿Qué creía? ¿Qué iba a conquistar a los parisinos sin saber una palabra de francés y pese a que desde que debutó en 2005 confesó que Roland Garros era su torneo favorito y que se sentía feliz en París?

A partir de ese momento y conforme fueron pasando las ediciones y el tenista de Manacor iba sumando trofeos batiendo todos los registros inimaginables, los parisinos, orgullosos pero también inteligentes, comenzaron a admitir al intruso en su casa hasta el punto que Rafa no sólo entró en ella, sino que se hizo dueño de todos los aposentos. Nick Kyrgios, el errático y maleducado tenista australiano, ha llegado a afirmar que Roland Garros es el salón de Rafael Nadal. Y no le falta razón, pues con la victoria de este domingo, Rafa suma 14 veces la Copa de los Mosqueteros, algo que seguramente ningún tenista llegara a conquistar en el futuro. 

París empezó a entender entonces que quizás valía la pena aceptar el afecto que les transmitía año tras año el deportista español. Los parisinos descubrieron que Nadal era la mejor marca, la mejor carta de presentación del torneo en el mundo. Comenzaron a ser más comprensivos con él e incluso cuando perdió dos veces con Novak Djokovic sintieron que el corazón se les partía.

El punto de inflexión fue cuando Rafa sumó su décima victoria y los responsables del torneo decidieron erigir una estatua suya cerca de la pista central en reconocimiento de sus éxitos con la raqueta, sobre todo en Roland Garros. Fue en ese momento cuando los estirados aficionados parisinos comprendieron que valía la pena corresponder al amor de ese chico, que con sólo 19 años les confesó que se había enamorado de la ciudad, del torneo y de ellos, aun cuando su francés era espantoso. Y sigue siendo.

La confesión de Nadal hace un par de años de que sufre una lesión incurable degenerativa en el pie izquierdo ha sido lo que decididamente ha hecho que París le haya dicho al tenista mallorquín: «Rafa, tú eres el mejor, el más grande. Yo también te quiero y perdona si al principio te puse las cosas difíciles».

El sábado, en vísperas de la final del domingo frente al noruego Caspar Ruud, fue recibido con júbilo, cánticos y aplausos en la pista, donde se entrenó durante una hora con su entrenador, Carlos Moya, y su equipo de colaboradores. Cada buen golpe que hacía era recibido por la gente con olés y palmas. Pero el amor definitivo de los aficionados se consolidó bien entrada la madrugada del miércoles cuando derrotó en cuatro sets a Djokovic, ganador de la pasada edición de Roland Garros y número uno mundial. El público con cánticos y aplausos le devolvió todo el amor que él desde el primer día les había manifestado.

Nadal ha dado más a París que la ciudad a él. Ahora los parisinos lo adoran, le aplauden, reconocen que con él se agotan los adjetivos de admiración. «Si pudiera jugaría toda mi vida aquí», confesaba a la televisión pública francesa en la víspera de la final. Ayer, una y otra vez, los comentaristas galos no se contenían en sus elogios. Hablaban de un «extraterrestre del tenis», de un «digno deportista» y de una «leyenda inmortal». Por exagerar que no falten las calificaciones. Le preguntaron una y otra vez si volverá el año próximo, si anunciará su retirada por esa lesión que le produce un dolor constante. Reveló que durante estas dos semanas tuvo que jugar con el pie infiltrado, afirmó que sus médicos van a probar un nuevo tratamiento para ver si hay alivio, pero concluyó admitiendo que si la cosa no mejora será muy difícil seguir. Con 22 Grand Slams conquistados y sus 14 Roland Garros en su haber, Rafa Nadal no tiene ya nada que demostrar. Ni siquiera a los parisinos, que al final también le han entregado su corazón. Le falta la Legión de Honor a manos del presidente Macron y que el Rey de España, presente en la final de Ronald Garros, le otorgue un título nobiliario. Más ya no se le puede pedir. 

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