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Una literatura que vence al insomnio: el aullido salvaje de Natalia García Freire

La escritora ecuatoriana presenta su segunda novela, ‘Trajiste contigo el viento’ (La Navaja Suiza, 2022), una enajenada narración pesadillesca

Una literatura que vence al insomnio: el aullido salvaje de Natalia García Freire

La creación de un territorio mítico

Le escritora Natalia García Freire (Cuenca, Ecuador, 1991) siempre ha tenido problemas de sueño, desde niña. Problemas que se agravaron al publicar su anterior -y primera- novela Nuestra piel muerta (La Navaja Suiza, 2019). «No dormía nada. Trabajaba en ese tiempo como maestra de escuela y estaba al borde de un ataque de nervios, o en medio de uno, me recetaron clonazepam», relata. En Ecuador la marca genérica del clonazepam (la más barata, también) se llama Coquan. García Freire lo tenía en gotas, «mi goterito en el velador de la cama», nos dice. Gracias a ello, dormía mejor, «pero también tenía otra vez pesadillas y sueños muy locos», afirma. De ahí que tratase de ponerse a escribir esos sueños, buscándoles un lenguaje a esas pesadillas, «tratando de entender la sensación de espanto con la que uno se despierta», afirma. Así que escribía por la noche y luego se tomaba las gotas, hasta que un día tuvo el momento eureka: despertó, vio el gotero, Cocuán, y pensó «ése es mi espanto, los sueños.  No sé por qué, pero tenía la certeza de que era un lugar, en el que había entrado. Pensaba en Cocuán y pensaba en ruda (la planta que se usa aquí para curar el espanto), en aullidos y en piel gruesa de cerdo, en el corazón a tope y sudor frío de un miedo antiguo», nos dice. 

Cocuán es el territorio imaginario en el que sucede su segunda novela, Trajiste contigo el viento (La Navaja Suiza, 2022) y se inspira en otros territorios de ficción que la autora considera fundacionales, «porque nos dejan ver situaciones complejas (la herida del territorio, el mestizaje, el racismo, la pelea por la tierra, la maldad) que no podríamos entender si no entrásemos en esa otra dimensión del espacio imaginario», afirma. En su caso son dos: Twin Peaks y Comala. Dos territorios en los que no solo hablan los vivos, en el que no se callan los muertos y lo animal, el paisaje no se puede separar de lo humano. A García Freire le interesan esos territorios de ficción, aquellos en los que no existen fronteras entre lo humano y todo lo demás. Trajiste contigo el viento es un claro ejemplo de lo dicho, una novela llena de aullidos, donde el viento adormece, adocena, enloquece o embravece a todos los seres y las cosas que lo habitan.

La animalidad del lenguaje

Trajiste contigo el viento es una novela en la que el lenguaje brama, en ocasiones de forma ofuscada, insistente. La escritora es consciente de ello, sabe de su intrusismo y de su molestia. Ello proviene sin embargo de la obsesión con lo animal de García Freire, quien cree con devoción en la idea que expone Roberto Calasso en El cazador celeste (Anagrama, 2016), donde empieza diciendo «que hubo un tiempo en el que los animales no eran animales, podían ser dioses, hombres, mujeres y los humanos también». En definitiva, que Trajiste contigo el viento propone un entendimiento de nuestra animalidad a través del lenguaje. De ahí que resulte prolijo tratar de explicar la trama de esta novela; quizá un buen acercamiento sería refrendar lo que dice Agustina, una de las relatoras de la historia, al afirmar que «estamos hechos de polvo y mal, como las pesadillas». Esto es, se trata de un mundo alucinado, donde zozobra la linealidad de la narrativa, en el que lo más importante es la sensación de delirio, angustia y desasosiego. Cocuán es un pueblo de espanto, una feria de atrocidades. Cocuán es pasado; Cocuán no existe, porque es un secreto a punto de ser olvidado, y que ni siquiera está en el mapa. El fuego y el ruido lo definen. Un pueblo que necesita regenerarse. Trajiste contigo el viento es, así, de alguna manera, la posibilidad de su refundación.

Porque en Cocuán ha habido una maldición (que es a la vez una posibilidad de salvación; porque en esta novela todo es ambivalente, según qué parte del pueblo mire, hable o trate de recontar la historia). Y este es el punto de partida con el que se abre el relato: la historia (o profecía) de Mildred, «el pecado del Mundo», una mujer enferma, llena de llagas, a la que en el pueblo consiguen encerrar en la iglesia, al cuidado del párroco, tras la muerte de sus padres. La cubren con una sotana negra que, sin embargo, no es capaz de opacar la brillantez de sus llagas, que crecen salvajes, llenando el pueblo de luz; una luz que clarifica terrores (y vapulea a los temores). De ahí que teman su verdad cruda. Porque los primeros aullidos proceden de su desesperación. Y es a partir de aquí, y gracias al viento al que hace referencia el título, que se dispersa en el pueblo una locura que mata y cura. Un viento que aquí provoca dos reacciones fundamentales: o bien lleva a sus habitantes al despojo, a que huyan desnudos afuera de los límites del pueblo, en un intento regenerador, una suerte de resucitación de las pasiones (y la humanidad) o bien se consigue el efecto contrario y los habitantes se vuelven hoscos, violentos, reaccionarios y no toleran la menor disidencia, discrepancia o ataque a las consuetudinarias normas de la tradición y el hábito de la ciudad.   

Trajiste contigo el viento tiene, por ello, voluntad de ser narrativa que entierre el espanto. Y tiene que ver con la historia de la propia familia de la narradora. Nos dice Natalia García Freire que con su hermana se suelen preguntar sobre sus pesadillas, y que algunas de ellas no las cuentan a nadie, porque son espantosas. Y afirma: «Supongo que a veces tengo ganas de enterrarlas, de acabar con ellas, con las que no se cuentan a nadie». 

Con ello, es inevitable que la pesadilla remita a la pérdida de uno mismo, del control, y aboque en la locura. Nos confiesa García Freire que este es uno de los miedos más grandes que tiene. «Vengo de una historia familiar en la que ha habido mucha cercanía con la locura y creo que escribir a veces es una forma de buscar ese lenguaje del delirio, de jugar con fuego». Así, en el lenguaje, va dejando la escritora su propia condena, ese miedo se nota -y será el que perciba el lector- en Trajiste contigo el viento. «Lo que me interesa al escribir no es lo bello, sino esa palabra que trunca toda la frase y te chirría en la cabeza», sentencia. De ahí que la historia que se nos cuenta en esta novela no pueda ser lineal, sino que se desgaja en ocho voces: Ezequiel, Agustina, Manzi, Carmen, Víctor, Baltasar, Hermosina y Filatelio.

La razón para esta narrativa despiezada «fue algo de la incapacidad de hablar a los personajes», nos confiesa García Freire. Y añade: «Todos contaban la historia solo hasta un punto. Al principio, la historia iba a ser contada por un solo personaje. Pero se fue convirtiendo en un juego de postas, uno contaba algo y luego tenía que ser otro u otra, porque ese personaje ya no desembuchaba más. Era un poco desesperante, pero era lo que tenía que ser, supongo». Por ello, a García Freire no le quedó más remedio que ir siéndole fiel a la novela, descubriendo paulatinamente la forma que se le iba revelando y tratando de buscar el lenguaje «para adaptarse y hacer malabares para poder ser fiel a esa forma». De ahí que esta novela es solo lo que podía ser: «un delirio, unas voces, un aullido en el bosque oscuro», sentencia García Freire.

Descubrir el sinsentido del mundo

A pesar del cierto malestar que la novela produce (pues es canto salvaje, enajenación y suplicio: un estar solo aterrado en la infinitud del bosque oscuro) alberga esta en su seno una mínima esperanza, en la figura de Diosmadre. Un personaje que García Freire encuentra en mitad de la escritura y que «convierte la pesadilla en algo distinto, en algo mítico, en un territorio. Yo la pienso como una estampita que me puedo guardar en el bolsillo, un totem, un amuleto», nos dice. En Diosmadre (un personaje que resuena a ecofeminismo) la escritora ve «un cuerpo lastimado que era lenguaje puro, luz. Un cuerpo que no era mujer ni dios ni animal, sino todo junto y, sobre todo, un cuerpo en el que yo podía creer con fervor». Natalia García Freire es mestiza. «Te mentiría si te digo que creo realmente en algo», nos confiesa. Y añade: «Jamás he escuchado a Dios y tampoco a la tierra. Cuando hice la primera comunión pensé que iba a sentir algo precioso, pero el cura que nos dio la comunión tenía una cara que me espantó. Cuando veo rituales indígenas, cuando voy al Inti Raymi y veo cómo agradecen a la tierra me da envidia». 

Al final de la novela son los delirantes, los tontos, los que descubren el sinsentido del lenguaje, los únicos que sobreviven, y que parece que van al dictado de una suerte de instancia superior. Sobre el particular, nos dice García Freire que «quizá hay un intento mío de salvar la locura, salvar el fuego. Salvarme de mi propio miedo a la locura. No sé si va por la idea de la obediencia divina, sino por la idea de saber que aun cuando deseamos ver arder al otro lo podemos salvar. Pero no todos están dispuestos a dejar de lado ese deseo, o a ser salvados».

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