THE OBJECTIVE
VIDAS CRUZADAS

Javier Gomá: «Hay mucha gente en sociedad, pero poca gente socializada»

El filósofo habla con David Mejía sobre su vida, su obra, las pasiones, los procesos de maduración y la importancia del humor

Javier Gomá: «Hay mucha gente en sociedad, pero poca gente socializada»

Javier Gomá | Carmen Suárez

Javier Gomá (Bilbao, 1965) es filósofo, escritor y director de la Fundación Juan March. Es autor de varias obras, entre ellas la Tetralogía de la ejemplaridad, un ambicioso proyecto filosófico desarrollado a lo largo de una década (2003-2013) y de la trilogía teatral Un hombre de cincuenta años (2021). Colabora con varios medios de comunicación y ha reunido parte de sus publicaciones en prensa en Filosofía mundana. Microensayos completos (2016).

P. Javier, naciste en Bilbao, ¿pero ejerces de bilbaíno?

R. Un poco sí, aunque es verdad que soy un bilbaíno advenedizo. Mi padre estuvo destinado como notario allí entre 1961 y 1973. Yo nací en el 65, pasé allí ocho años, que puede parecer poco tiempo, pero a mí me afectó una barbaridad porque, en general, me considero una persona con muy poca o nula capacidad de adaptación. Soy una persona a la que le cuesta muchísimo adaptarse. De hecho, acabo de cumplir 57 años y creo que estoy empezando a adaptarme a la vida. Y luego, Bilbao es el primer lugar en el mundo en que vi a mi madre, a mi padre, el cielo, las estrellas, la luna, a los hermanos, en el que sientes ganas de comer, de dormir, ves a los primeros niños. Esas primeras impresiones que preceden incluso a la racionalización de la experiencia, que pertenecen a los 3 o 4 primeros años de la existencia de alguien, conforman la mitología en la que flota todo lo demás. Y eso a mí me ocurrió en Bilbao; el mundo tuvo forma de Bilbao cuando se me presentó por primera vez. A eso añades que los medios ven mi lugar de nacimiento, y escriben «filósofo vasco», y yo me dejo. Así que por todas estas razones, aunque mi nacimiento es a beneficio, sí que considero que forma parte de mí, de mi persona.

P. ¿Cómo llevas la experiencia de ser hijo y hermano de notarios?

R. En casa se habla muchas veces de eso. Hace poco se celebró un congreso notarial, y me ofrecieron dar la conferencia inaugural. Y claro, estaban mis dos hermanos. Y lo primero que dije es que, según mis hermanos, toda mi vida ha sido un intento de compensación psicológica por la frustración que siento por no haber llegado a la altura de ser notario. Tengo otro hermano con el que compartí cuarto, dormíamos en el mismo dormitorio y, según él, todos los libros de filosofía que he escrito vienen de que yo tomaba notas de lo que él hablaba mientras dormía. Mira, los notarios son una figura muy estereotipada. Hay muchos notarios en la literatura francesa, porque es una figura muy clásica dentro de la burguesía. Yo te puedo decir que por mi padre, yo aprendí a amar y admirar la función notarial. Mi padre tenía una notaría en Marqués de Salamanca, en Madrid, y tenía un concepto muy alto de su función, lo que le llevó a enemistarse con bancos y empresas. Por eso, a pesar de ser una notaría muy fuerte, tuvo que cerrar y marcharse a La Rioja. Él era de los que advertía de las consecuencias de lo que la gente firmaba. Y en una época en que empresas y bancos firmaban cientos de escrituras diarias, el notario que menos estorbaba era el más premiado. Mi padre alertaba al que iba a firmar para que su consentimiento fuera válido, y mis hermanos han heredado eso. Mi padre, además, publicó un libro sobre derecho notarial que nunca se había escrito hasta entonces de una manera tan íntegra. Y más tarde, cuando se jubiló, publicó un tratado de Derecho Civil en varios tomos que a mí me parece una obra maestra, pero que además es muy alentador porque indica que cuando él se jubiló con 70 años, lejos de entrar en una especie de vida aletargada y declinante, dio salida a una creatividad jurídica que se había estado formando durante años.

P. ¿Cómo reaccionaron en casa cuando decidiste estudiar Filología Clásica?

R. Había que conocerme en aquella época. Yo era una persona muy atípica. De puertas afuera no hablaba con los amigos. En Aquiles en el gineceo cuento que el estadio estético se corresponde con la adolescencia, y yo viví el estado estético en grado máximo. No en el sentido en el que le gusta presumir a la gente de que ha vivido una vida de excesos, que se ha acostado con mil mujeres, ha probado paraísos artificiales a través de la droga… La mía era una vida bastante convencional, pero en cambio, mi experiencia interior fue bastante salvaje. En el colegio saqué muy buenas notas, y cuando me matriculé en Clásicas mi padre me dijo «Haz lo que quieras, pero hazlo bien». Hice lo que quise y lo hice mal, porque tan pronto entré en Filología Clásica tuve claro que no era una carrera de letras, sino de ciencias: lo importante es el nombre «filología», el adjetivo «clásica» es secundario. Además, yo mismo era muy asilvestrado, no tenía capacidad todavía para adaptarme. Había elegido clásicas para poner 2500 años de distancia con mi futuro profesional. No sabía a qué quería dedicarme, sabía que tenía vocación literaria, pero no sabía cómo iba a organizarla. Y cuando entré en Clásicas supe que ese no iba a ser mi futuro; de hecho, en quinto me quedaron dos. Y un día en El Escorial, donde teníamos una casa, yo tendría 23 o 24 años, me preguntaron «bueno javito, ¿a qué te vas a dedicar?» Y recuerdo que les contesté que daría clases particulares. Yo tenía una vocación literaria gigantesca, pero sin embargo una inmadurez extrema, y eso significa que era incapaz de convertir en obra ese magma que tenía en la cabeza, en el corazón, que abarcaba un montón de cosas. Pero tampoco sabía cómo yo mismo me podía convertir en una persona, salir de mi esterilidad consustancial, incapaz de hacer nada más que una especie de ensimismamiento. Por suerte, cuando salía de casa y estaba con amigos, me salvaba.

P. ¿Y qué ocurrió después?

R. En Aquiles en el gineceo hay una teoría general sobre el ser mortal. Se titula «Aprender a ser mortal» y divide el camino de la vida entre un estadio estético y un estadio ético. Y ahí afirmo que el paso del estado estético al ético se da por la maduración a través de la doble especialización: la especialización del corazón, elegir a alguien con quien fundar una casa, y la especialización del oficio, escoger una profesión con la que ganarse la vida. Ahí te insertas en un mundo que va derecho a la muerte. No en el sentido negativo, sino en el sentido de asumir una condición mortal: entras en un mundo en el que eres sustituible y finalmente serás sustituido. Y eso lo percibía y me tenía en vilo y vibrante. Y solamente cuando asumí lo que estaba involucrado en esa profesionalización, que era la condición de hombre histórico, temporal, fungible, consumible, en la que todos participamos, escogí un camino.

P. Y lo recorriste muy rápido.

R. Es verdad que lo hice muy rápido, porque yo sí que tenía mucha madurez intelectual, no espiritual. Había leído y reflexionado mucho. Entonces hice primero y segundo de derecho en un año, tercero y cuarto en otro, y en el tercer año hice quinto y la oposición a Letrado del Consejo de Estado. Con lo cual, con 24 años, respondí que daría clases particulares y con 27 fui número uno de la oposición. En poco tiempo, tras un estadio estético duradero, de llenarme de hastío y de tedio de mí mismo, di el salto al estadio ético. Y con 27, de repente me había convertido en un hombre más o menos honesto.

P. ¿Tenías ya desarrollada la disciplina que requiere estudiar y aprobar una oposición tan exigente, al tiempo que terminas la carrera? Es una hazaña muy excepcional.

R. No la tenía desarrollada. Ahora mismo me ves y soy una persona trabajadora y metódica, creo muchísimo en el trabajo del día a día. Si leo por las mañanas un autor, como estoy leyendo ahora, y paso un año y medio leyendo a ese autor, me lo leo prácticamente todo, de la primera página a la última. Si escribo un párrafo bueno al día, pasados 365 días, tengo 365 párrafos que son equivalentes a 200 páginas. Creo muchísimo en eso. Creo muchísimo en el gota a gota. Además, tengo la necesidad de sentir que los actos no son arbitrarios, sino que forman parte de un esquema.

«Tengo 57 años y estoy empezando a adaptarme a la vida»

P. ¿Crees que socialmente se valora en exceso la motivación en comparación con la constancia?

R. Yo sí veo en la sociedad actual una cierta prolongación del estado estético. Es decir, hay mucha gente en sociedad pero poca gente socializada, que haya pasado del estadio estético al estadio ético. Veo que hay una tendencia muy favorecida por las bases de la cultura dominante, que es una especie de romanticismo pop que exalta las cualidades típicas del estadio estético: la embriaguez, la autosatisfacción, la autenticidad, la sinceridad, la espontaneidad, aunque sea a costa de una gran vulgaridad. Y en cambio, no te induce a pasar al estadio ético, que necesita disciplina, orden, constancia. Pero no tengo una visión negativa porque pienso que la gente, por ejemplo mis hijos, que algunos han nacido a partir del año 2000, van a vivir cien años. Por lo tanto, no tienen la ansiedad que teníamos hace 40 años por avanzar en el camino de la vida; ellos se pueden permitir dar alguna vuelta más. Además, soy bastante tolerante porque yo di vueltas infinitas. No veo que haya necesidad de anticipar demasiado el progreso en el camino de la vida. Yo soy partidario de que los jóvenes tengan derecho a equivocarse. Yo me equivoqué.

P. Sé que no te gusta pronunciarte sobre debates de actualidad, y menos cuando se plantean de manera binaria. Pero en esta casa se abrió un debate hace un par de meses sobre un tema que te quiero preguntar, que es el del manga-cortismo frente al manga-larguismo.

R. Yo soy arremanguista. Manga corta, no. ¿Por qué? Seguramente porque mi mujer me dice que no le gusta, aunque ella me regaló hace poco un polo de manga corta; camisa de manga corta no tengo, pero sí me remango. Hay otro tema que es el cebollismo frente al sin cebollismo, ¿ahí cuál es la opción dominante?

P. A mí me parece que el sin cebollismo es una especie de barbarie, solo comparable a ponerle piña a la pizza.

R. O sea, ¿un sin cebollista en manga corta sería uno de los seres más repugnantes de la fauna española? Sobre la piña no he reflexionado lo suficiente. Creo que podría ser una de esas personas a las que le pones piña y no protesta porque no se ha dado cuenta.

P. ¿Pero entonces crees que es posible que exista un Dios omnipotente y bueno en un mundo en el que existe la pizza con piña?

R. Hombre, la pizza con piña y Auschwitz ponen en cuestión la existencia de un dios omnipotente.

P. Hablando de mangas cortas, ¿qué tal te llevas con el verano? ¿Es una estación que te gusta?

R. Sí, me gustan casi todas. Lo que más me gusta es la alternancia de las estaciones. Me parece una maravilla que la naturaleza acepte la variedad y que haya una secuencia de estaciones; evoca la inmortalidad, la eternidad, Nietzsche, el tiempo circular. Pero junto a la conciencia de retorno de las estaciones hay un segundo pensamiento, y es que uno envejece. Hay una eternidad en la recurrencia de las estaciones, pero la captación subjetiva de lo que estás percibiendo es distinta. Así que también es una metáfora del paso del tiempo, pero me llevo muy bien con el verano. Hubo un tiempo en que estuve totalmente fascinado por el atardecer del verano, pero algo ha ocurrido y de pronto me he emancipado de todo, incluso de eso. Pero ese atardecer me parecía un derroche de belleza, con tintes sublimes, épico, cotidiano y gratuito.

«Reivindico un sublime democrático»

P. Es interesante esta experiencia frente a la naturaleza, porque tú has escrito contra el concepto de lo sublime.

R. Yo he escrito contra la versión romántica de lo sublime. De hecho, tengo un artículo muy largo que se llama «Atrévete a sentir», incluido en Filosofía mundana, sobre lo sublime contemporáneo. Es un concepto que a mí me apasiona. Históricamente la belleza fue pensada de dos maneras: Plotino dijo que por encima de las formas hay algo que, siendo sencillo, es bello. Y entonces puso en circulación en la tradición occidental el segundo concepto, que es la belleza como luz, como resplandor, con la fórmula de consonantia et claritas. En Grecia, el concepto de lo sublime, por ejemplo en Pseudo-Longino, es claramente un concepto de lo bello, pero para cosas grandiosas. Entendiendo por grandioso lo que es memorable, lo que es digno de perdurar: es tan hermoso que no se puede perder. Pero el concepto de lo sublime de Longino prácticamente se perdió, mientras que en la Edad Media se hablaba muchas veces de la belleza como forma. Burke y Kant escribieron dos grandes libros, pero tuvieron un problema: rescataron el concepto de lo sublime como contrapuesto a lo bello. Y esto fue horrible porque vino a decir que lo bello es lo anti sublime, el orden sin elemento de grandiosidad. Y más o menos se correspondió con el Rococó, con la belleza graciosa, curiosa, meramente decorativa, sin emoción. En cambio, lo sublime en el romanticismo fue un sublime anti bello y por eso se asocia a lo siniestro. Y ese es el concepto que yo he criticado. Lo que defiendo es la recuperación de lo sublime para la época democrática. ¿Es posible pensar y sentir lo grandioso en una época que se caracteriza por la igualdad y la nivelación? Lo sublime cuantitativo es compatible con la cultura democrática, pero ¿y lo sublime moral? Es decir, algo que por su cualidad consideres verdaderamente extraordinario, digno de permanecer y digno de eterna memoria. ¿Eso dónde está en la vida cotidiana? Una propuesta de algo sublime tendría que recuperar la conexión entre lo bello y lo sublime, y la ejemplaridad, es decir, entre una cierta moralidad. Porque lo sublime, por su propia naturaleza, es aquello moralmente digno de perdurar. Así que yo me he opuesto a lo sublime romántico, pero he propuesto elementos para un sublime democrático.

P. El primer volumen de tu tetralogía de la ejemplaridad se publicó en 2003 y el último en 2013. ¿Crees que hoy hubieras escrito los mismos libros?

R. Sí, he dicho por ahí alguna vez que yo tengo el riesgo de ser lo que llaman tonto de la estimativa, que es un tonto que no sabe valorar las cosas. Pero yo sigo leyendo mis libros y no los cambiaría. Yo no escribo pensando en la circunstancia histórica en la que lo escribo. Ni siquiera los artículos. Yo escribo artículos pensando que los voy a reunir en libros. No tengo la manera de producir algo efímero. Me gusta consumirlo, pero no hacerlo. Y el libro tendrá la vida de la totalidad del signo, como dice Saussure. Yo abro mi libro de 2003 y digo «sí, esto es lo que yo quería decir», porque lo escribí abstrayéndome de las circunstancias. No me gusta la gente que tiene etapas: la primera etapa fue romántica, la segunda etapa fue social-comunitaria y la tercera etapa fue aventurera… Vamos a ver, cuando tengas las ideas claras me las cuentas. Pero si consideras que tu pensamiento es provisional, a mí no me hagas perder el tiempo. Por eso me cuesta la pintura, porque un mismo pintor puede trabajar el mismo motivo en cien cuadros con diferentes variaciones, pero a nadie se le ocurriría aceptar que yo publicara cien versiones del mismo ensayo.

P. Entiendo que en tu caso también sucede que el origen del libro está en tu pasado, no en el presente. Como decías antes, es algo que llevas dentro y quiere salir.

R. Fíjate, te parecerá un disparate total, pero yo puedo poner fecha al día en que lo vi todo: otoño del año 80. Estaba empezando segundo de BUP y se produjo una transformación de todas mis facultades intelectivas, volitivas, sentimentales y sensitivas, encaminadas a unas intuiciones que entonces eran muy borrosas. Yo tuve una vocación muy temprana y violenta y una maduración muy tardía. Y por eso durante 20 años la palabra que me caracterizó fue la palabra ansiedad. La ansiedad de ver que todas mis capacidades se orientaban en una dirección y que no tenía madurez para cumplir. Y curiosamente, en la juventud -esa época de libertad que es el estadio estético, eso que llamo a veces la ociosidad subvencionada- yo fui totalmente estéril. Escribí dos novelas y algunos poemas que habían nacido muertos, por decirlo así. Y sin embargo, hice las oposiciones, me casé, tuve hijos y ahí empezaron a salir las obras.

« Quien permanece en la adolescencia, previa a toda especialización, no tiene historia, es un ser abstracto»

P. Esa estabilización es lo que llamas el paso al estadio ético.

R. En mi libro razono que a través de la doble especialización se produce la generalización, y por la generalización, paradójicamente, consigues la individualidad. Somos seres temporales. Entonces, el hombre o la mujer que permanece en la adolescencia, previa a toda especialización, no tiene historia, es un ser abstracto, es un ser no ejemplar, como Aquiles en el gineceo. Mientras que cuando te especializas -eliges a alguien con que fundar una casa, eliges un oficio con el ganarte la vida- sufres una alienación o una expropiación, pero paradójicamente, ganas la individualidad.

P. ¿Por qué hay resistencia a esa doble especialización y al paso al estadio ético?

R. Primero, como decía antes, vivimos en una sociedad de romanticismo pop. Es decir, los fundamentos son románticos, pero están muy vulgarizados. La gente no tiene por qué conocer la genealogía de las ideas que utiliza como moneda corriente, pero provienen del romanticismo de finales del XVIII y principios del XIX. Hasta ese momento, lo verdadero estaba en lo general. Por eso tenía tanta importancia la imitación; se imitaba una regla general, un modelo. Si algo era nuevo es porque no estaba previsto en un modelo. Y si no está previsto en un modelo es que tiene algo abortivo, monstruoso, algo que hay que rechazar. Entonces, ser un hombre o ser una mujer era una especie de ejemplo de la idea de hombre o de mujer. Cuando pasamos de la premodernidad a la modernidad, el hombre que antes pertenecía a una totalidad, a una generalidad, se descubre como individualidad. Esto supone un enorme progreso emocional y civilizatorio, y estoy totalmente a favor de que eso haya ocurrido. Lo que ocurre es que se tomó lo excepcional, en lugar de lo general, como modelo de lo humano. Entonces lo humano es lo especial, lo que nos diferencia de los demás. Y se tomó como modelo humano al artista romántico, el genio, que Kant define como aquel que se da a sí mismo las reglas porque se sitúa por encima de las reglas de los demás. Eso ha configurado la conciencia de lo humano que tiene la inmensa mayoría de hombres y mujeres de nuestra sociedad. Vivimos en Madrid con cuatro millones de personas que consideran que, en el fondo, lo más humano de ellos mismos es lo especial y que tienen que fomentar aquello que se parece al genio: la libertad, la creatividad, la originalidad, la sinceridad, la espontaneidad, situándose ellos por encima de las reglas comunes, exactamente como si permanecieras en un estado estético, sin socializar. Y esto resulta en inmadurez, adolescencia, falta de compromiso. Hoy día todo el mundo se considera hombre o mujer según el modelo del artista, pero esto produce unos grandes inconvenientes. Primero, que no es posible convivir entre millones de personas que están en sociedad pero no socializadas, porque no aceptan reglas comunes de convivencia.

«La tarea pendiente no es exaltar una y otra vez el fuego adolescente, sino hacer una llamada a educar y civilizar el fuego»

P. ¿Qué opinas de la obra del artista romántico?

R. El artista romántico ha producido grandes cosas, y ha permitido que la historia experimente con un arte concebido solo como estadio estético. Pero, a mi juicio, toda la virtualidad que tenía la idea de genio y la exaltación de lo estético ya ha dado sus resultados. El problema es que el romanticismo ha dejado de tener aliento emancipador, y justo cuando ha dejado de tener una función civilizatoria se ha generalizado socialmente. Creo que lo que está hoy pendiente no es exaltar una y otra vez el fuego adolescente que tuvo sus resultados en el siglo XIX y parte del XX, sino que debiera ser una llamada a educar y civilizar el fuego. Y suelo decir que nosotros ahora no necesitamos ser libres, que es típica exaltación de la libertad individual romántica, sino que necesitamos ser elegantes, entendiendo por elegantes que nos enseñen a elegir bien.

P. ¿Este concepto de elegancia tiene que ver con lo que llamas «literatura maleducada»?

R. Tiene que ver. Esa expresión la utilizaba irónicamente en la obra de teatro Inconsolable y la he publicado hace poco en un artículo en El Cultural, siempre con un tono un poquito gamberro. Pero tiene que ver, y lo pongo en conexión con otro tema que me parece próximo, pero muy enjundioso, y es que la cultura que antes se llamó premoderna fue sobre todo una cultura oral. Y la cultura oral condiciona enormemente la comunicación. Si yo estoy hablando contigo y tú me prestas atención, me siento apremiado a devolvértela con intereses, porque es un préstamo. Y en el Romanticismo la cultura se transformó en literaria, pero en lo escrito se interrumpe la comunicación oral. La comunicación entre el emisor del mensaje y el receptor puede ocurrir en días e incluso en años distintos, y sin unidad de espacio y de tiempo. Y se producen muchas mediaciones: editores, distribuidores, libreros. Entonces, se pierde la finalidad de la oralidad, que era la de instruir deleitando a alguien que está delante de ti, y cuya mirada de aprobación o desaprobación estás sintiendo. Cuando se pierde eso, los textos hablan de cosas irrelevantes, algo que sería imposible en la oralidad. La literatura ya no es tanto un acto de comunicación, sino un acto de expresividad. La literatura romántica es muy apta para indagar dentro de las profundidades del propio yo que acaba de descubrirse y de tomar conciencia de su profundidad. Pero el acto de comunicación atento al otro cede a la expresividad -un poco bárbara- del propio yo esperando que haya alguien que simpatice con su propia expresividad. Eso ha producido mucha literatura mal educada, mucha literatura que no presta atención al lector.

P. ¿A qué autores podríamos llamar maleducados? Por ejemplo, pienso que en las novelas de Philip Roth, un autor que me encanta, está muy presente ese yo.

R. Philip Roth es muy buen narrador, pero mi opinión es que no tiene nada que decir y lo que hace son indagaciones permanentes de su arbitrario, caprichoso y anárquico mundo interior. Es decir, él vive la teoría del genio. Él es un maleducado en el sentido de que hace y dice lo que le da la gana. Pero está moderado por algo: si tú eres buen artista, comprendes que la obra tiene reglas objetivas. Un buen artista se emancipa de su propio yo y comprende que las reglas no vienen de una proyección de su propia subjetividad, sino por una transformación de su propia subjetividad en obra objetiva que responde a unas reglas. Un buen novelista conoce las reglas de la narración y en la medida en que las conoce empieza a estar bien educado porque está dando un producto que es interesante para el otro. Roth me resulta maleducado y no en el sentido de literatura maleducada, sino él mismo, su propia alma, es una especie de desecho del romanticismo pasado por un judaísmo que rechaza. Me parece un buen narrador y un regular artista. Pero más que un nombre concreto, habrás escuchado aquello de «yo en esta obra expulso mis demonios interiores»; esa es la quintaesencia de la literatura maleducada.

P. Además de una tetralogía filosófica, has escrito una trilogía teatral. ¿Por qué escribes teatro?

R. Primero, yo no soy un hombre de teatro. He leído teatro y he ido al teatro, pero era una persona totalmente ajena al mundo del teatro, así que llegué casi por relaciones íntimas a la propia filosofía. En Ejemplaridad pública tengo un capítulo que se titula «Sobre un arte público» donde hablo de la oralidad en los términos que acabamos de comentar. Y la idea es que una ejemplaridad pública tiene que tener también algo de público, entendido por presencial y por oral. Y que en la nueva oralidad podemos recuperar algunas de las condiciones que caracterizaban la primera oralidad. Y yo veía en el teatro algo así como el modelo de una recuperación de la oralidad en la cultura contemporánea, que además me resultaba muy familiar, porque yo he dado muchas conferencias. Y en las conferencias sientes algo muy parecido a una sensación escénica, donde gente reunida te presta atención colectivamente y tú la tienes que devolver, y tratas de instruir deleitando. Por lo tanto, había algo de proyecto cultural, había anunciado en algún sitio que iba a escribir filosofía en escena. A mí se me ha dado bien definir; experimento un placer en convertir vivencias o intuiciones que están enmarañadas en palabras precisas, y creo que por eso se me reconoce claridad en lo que escribo. Pero definir tiene el inconveniente de encerrar la fluidez de la vida en la jaula de un concepto. Cuando te vas haciendo mayor, notas que hay algo que se resiste al concepto. Hay cosas que se dejan mostrar, pero no se dejan decir. Y en el teatro vi la forma de mostrar experiencias. También hay algo de sofisticación. No es muy frecuente que un tipo que ha escrito una tetralogía, que tiene un pensamiento sistemático que abarca la ontología, la pragmática, la estética, la ética, la antropología, quiera entretener, a costa de sus propias teorías.

P. Inconsolable es el monólogo que escribes tras la muerte de tu padre, una experiencia que tuvo un fuerte impacto en ti. ¿Sabías que ibas a poder convertir esa experiencia en obra?

R. No, no lo sabía. En otro libro, que se llama Un hombre de 50 años,hay una introducción que publiqué antes en La Vanguardia, que se titula «Sucio secreto» y habla del secreto de los Reyes Magos, el secreto del origen de la sexualidad y el origen de la vida, y luego del secreto que descubres con 50 años, que es que el que te da vida muere. Y que el que tiene una dignidad infinita se convierte en cadáver. Y eso ha tenido unas consecuencias incalculables en mi vida, que podría resumir diciendo que tendría que completar el Aquiles para añadir una nueva etapa. El estadio ético dura mucho, pero en él fulguran las brasas de la adolescencia. Yo notaba dentro de mí esas brasas que, por ejemplo, la visión de aquellos atardeceres me activaba. El sucio secreto introduce una nueva etapa en el sentido de que yo me siento, por primera vez en mi vida, emancipado de mi adolescencia. Yo me veía con 15, 17 o 19 años y sentía «yo soy ese», ahora no lo siento. Inconsolable dice algo así como que yo antes era una península conectada con el continente por un pequeño ismo y me he convertido en la pequeña isla que soy. No lo digo negativamente, me siento particularmente bien, lo que no noto es continuación de la adolescencia.

«Un hijo es la única persona en el mundo que quieres que sea mejor que tú en todo »

P. ¿Y sientes que igual que había una lengua de mar que te unía a tu padre hay otra que te une a tus hijos?

R. No, por algún motivo que tendría que psicoanalizarme. Yo escribí una cosa en El País que se llama «Carta a mis hijos», donde argumentaba sobre cuál había sido mi misión educadora. Y digo que la primera había sido no estorbar; lo que hay que hacer con los hijos es no tener planes. Yo con mis hijos no tengo planes, por lo tanto no me pueden defraudar. Y el único plan genérico es que sean sanos, física y mentalmente, que sean gente que disfruta de lo bueno, no de lo mórbido y siniestro. Y en ese artículo refutaba un poco humorísticamente lo que dice Platón en el Fedón, aquello de que podemos vislumbrar lo que es la eternidad a través de los hijos. Yo tengo clarísimo que cada uno es una individualidad. Si tengo que definir qué es un hijo, diría que es la única persona en el mundo que quieres que sea mejor que tú en todo. Pero no tengo ninguna aspiración a eternizarme a través de ellos, quizá porque sí la tengo a través de la literatura. Pero con los hijos, lo primero es no estorbar y permitir que florezcan. Crear un buen hábitat, que la vida en casa sea grata, que lo pasemos bien, que haya risas.

P. ¿El chistemalismo es un humanismo?

R. Sobre esto sabes que me gusta razonar. Te cuento una anécdota: el colegio de mi hija me pidió que diera el discurso en la ceremonia de graduación. Y mi hija me puso dos condiciones: no me cites y no cuentes uno de tus chistes. Bueno, terminé el discurso contando que había tenido hace poco una discusión con mi hija sobre algo que se había dicho en el chat familiar de WhatsApp. En un momento, me muestra su móvil para ver la conversación y veo que me tiene agendado como «Paquete». Y esto lo conté en la conferencia. En otra ocasión, acompañé a mi hijo a arreglar la Play, y cuando el encargado le pidió la contraseña, después de mucho dudar, acabó confesando: «papá gordo». El chistemalismo significa, en parte, que las funciones de la paternidad, que a veces te obligan a instruir y corregir, son mucho mejor recibidas si se hacen con humor a costa de quien ejerce la potestad. En Inconsolable distinguía entre broma pesada y chiste malo: la broma pesada es aquella que haces a costa del que te oye, y el chiste malo es acosta de quien lo hace. Y en casa yo he practicado mucho el chiste malo, y mis hijos hacen mucho humor a costa de mí.

P. ¿Cuál es el mejor de los chistes malos?

R. Bueno, hay chistes malos que yo me invento. A mí se me ocurren chorradas y lo que más me divierte es el escándalo y la repugnancia que generan en mis hijos. El otro día, por ejemplo, estando en la playa en un día de mar plano, les pregunté ¿por qué los bañistas no se saludan? Porque no hay olas.

P. Para terminar, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?

R. Creo que Álvaro Galmés sería un gran entrevistado. Es un arquitecto, autor de La luz del sol, un libro hermosísimo. Y está escribiendo otro libro sobre el ritmo, la gracia y el vuelo, es decir, aquellas experiencias que te elevan sobre la vida cotidiana. Me parece que tendríais una conversación muy buena.

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