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‘Pensilvania’, la novela con la que Juan Aparicio Belmonte reinventa la autoficción

A partir del duelo el novelista plantea un ejercicio de autoficción fuera de lo común, basándose en el humor y desdibujando la frontera entre la realidad y la ficción

‘Pensilvania’, la novela con la que Juan Aparicio Belmonte reinventa la autoficción

Fragmento de portada. | Siruela

Hace ya un tiempo que la autoficción recuerda a un pebetero: sobre el término se arrojan las más encendidas diatribas contra esta técnica literaria. Muchos lectores -y también muchos autores- achacan a quien la cultiva falta de imaginación y talento. Otros, en cambio, le conceden más crédito ya de inicio, como si el mero hecho de que el autor se convierta en protagonista lograra que el relato resulte más verosímil y efectivo. Juan Aparicio ha irrumpido en mitad de esta polémica marcándose una novela de autoficción con vocación rompemoldes.

En Pensilvania cuenta algunos pasajes de su vida, ciertamente, pero en estos episodios a menudo es indistinguible la realidad de la ficción. De eso comenzamos a hablar cuando nos reunimos en la sede de Siruela, la editorial con la que la publica: «La novela, al margen de que es una novela, no son memorias (yo no soy Ancelotti como para que a la gente le interese mi vida) y por eso he tenido que construir un personaje literario a partir de mis vivencias», comienza diciendo con su sentido del humor innato.

Portada de ‘Pensilvania’ cortesía de Siruela

Aparicio, además de escritor, es profesor de escritura, y se aplica a sí mismo una de las máximas que imparte: no es tan importante contar la anécdota sino la emoción que hay detrás de esta: «He tenido que reconstruir elementos para que todo cuadre, y prefiero quedarme para mí lo que es reconstrucción y lo que no. Sí diré que todo lo que tiene que ver con la parte emocional es veraz, y luego lo anecdótico a veces está trastocado para que todo funcione. Puede haber algún personaje que es la condensación de tres personas, por ejemplo». Y cita a Vargas Llosa cuando dice que la tarea del escritor se parece a «un estriptis a la inversa: en los primeros borradores eres tú muy claramente y luego le vas poniendo capas hasta que de alguna manera consigues que ese mundo se independice de ti».

«En los primeros borradores eres tú muy claramente y luego le vas poniendo capas hasta que de alguna manera consigues que ese mundo se independice de ti»

La muerte de Rebbeca, una mujer estadounidense que lo acogió en su casa durante un programa de intercambio cuando él era un adolescente, es el detonante que impulsa el relato. Así, durante toda la novela, Aparicio se dirige a ella, a la que fue su ‘madre postiza’, en una suerte de epístola introspectiva: «Cuando ella murió, pude hacer balance de una experiencia que supuso un terremoto emocional que ha durado hasta más tarde de lo que debería», reflexiona. Ese «terremoto» da pie en Pensilvania al tema central de la obra, que para el autor es «la construcción de la personalidad a partir de un hecho crucial de la adolescencia» y, de forma relacionada, la búsqueda de «objetivos vitales».

En su caso, de aquella experiencia nació la vocación de la escritura como «autoafirmación y también distracción» en aquel año tan nuevo para él. En las páginas de la obra lo explica con estas palabras: «(…) Luego llegó mi vida en los Estados Unidos: once meses que fueron como once años: cada día era el descubrimiento de una forma de cotidianidad insólita, marcada por la superstición y el fanatismo, pero con individuos que me querían bien. Creo que allí me convertí en escritor, padecí un conflicto interior que me hizo ganar distancia con la realidad…».

Foto: Addy Mae | Unsplash

Pero ¿por qué el choque fue tan fuerte como para motivar, incluso, una carrera literaria? «El programa de intercambio significaba que una chica venía a casa de mis padres y yo me iba a otra. Entonces, tú crees que lo que te va a ocurrir es que vas a ir a una casa como la de tus padres, pero en la que hablan inglés, no que te vas a ir Marte, o a Júpiter», dice, y explica que la familia que lo acogió, con Rebecca a la cabeza, profesaba una fe protestante llevada al extremo, «algo muy, muy, muy extravagante» que en la obra define bien cuando narra la insistencia con la que aquella mujer pretendía que Juan, su hijo provisional, se convirtiera también a su mismo credo.

«Rebecca y su familia eran personas que me querían mucho y me trataron muy bien pero que estaban ideológicamente, en mi opinión, pirados. Y eso es una cosa muy rara porque normalmente se construye el relato desde ‘están pirados y son mala gente’», explica. A lo largo del libro aparece bien reflejada esa contradicción que le otorga profundidad a la narración y la vuelve interesante. A pesar de los desacuerdos troncales en materia de fe, el cariño mutuo les llevó a mantener relación a través de las redes sociales hasta la muerte de ella, décadas después.

El primer amor, el tedioso mundo laboral y la salud, bajo la lente del humor

A raíz del duelo por su desaparición, Aparicio va desgranando un arsenal de momentos que le han configurado, y reflexiona sobre los más diversos asuntos: desde luego, sobre el temor de Dios, pero también acerca de la potencia del primer enamoramiento (cuyo recuerdo más vale no arruinar con la confrontación del presente) o de la incomunicación matrimonial, cuando esta se vuelve proverbial. La salud y su fragilidad, las aventuras y desventuras profesionales y los recuerdos de una juventud sumida en la violencia propia de los 90 también desfilan por las páginas de Pensilvania. Y todo, tamizado siempre por el humor característico de su obra (y también de sus dibujos, pues Aparicio es un conocido viñetista que destaca por enfocar la realidad desde una mirada ácida).

«Si escribo sin humor me vuelvo sórdido. Tengo una novela que fracasó, El culpable, que fue un intento de escribir una novela que no fuera humorística. Tú imagínate narrar todo esto sin humor, no se lo leería nadie, sería como una novela sueca de esas horrorosas», bromea, también a cuenta del mismo humor. Y añade: «En el momento en el que viví todo no lo viví de forma divertida, claro; por ejemplo, la experiencia con los skin heads no fue nada cómica, como te puedes imaginar; la del hospital, tampoco. Pero ahora lo repaso y veo que había guasa. Es lo que dice Woody Allen: tragedia más tiempo. Conviene relativizar la vida».

«Si escribo sin humor me vuelvo sórdido»

El humor en Pensilvania se entrevera también con reflexiones de calado que lanza, en ocasiones, con sentencias aforísticas exquisitas, como la que dice «El alma humana se transparenta mejor en los cuerpos deteriorados por vicios y fallas» o «El humor, a veces, es síntoma de impotencia, pero siempre es liberador». Y hay algo más que contiene la novela y que resultará de mucho interés para otros escritores, a modo de espionaje industrial, y también para todos aquellos aspirantes a: una gran cantidad de referencias metaliterarias.

Juan Aparicio Belmonte | Foto: Elena Palacios cedida por Siruela

Por ejemplo, cuando cuenta que «la poesía tiene, como el humor, mucho de refugio íntimo, impenetrable, pero no sé si consuela, pues provoca lucidez, o sea, dolor en quien lee (si la poesía es buena, claro)» o cuando defiende que hay que aprovechar los personajes ya hechos por la realidad: «Era todo un personaje, y nada mejor que un personaje ya hecho, construido y cortado por una suerte de patrón natural, libre de artificios, para afrontar un proyecto narrativo, sea novela o cuento».

A pesar de eso mismo, de que algunos de sus personajes están basados en personas a las que conoce, Aparicio remite a lo que decía Bukowski: «’En mis ficciones mando yo’. Si alguien se ve reflejado, que sepa que todo lo he cambiado para que la novela funcione. Y que nadie me pida cuentas. Cuantas más concesiones le hagas a la realidad, peor será la novela; las concesiones han de estar al servicio de la historia», termina diciendo. O, para que me entiendan todos los que hayan leído o vayan a leer Pensilvania: sansirolé.

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